lunes, 21 de septiembre de 2015

Cuando esa mañana de Septiembre me avisaron que mi amigo Ariel Agostini había fallecido, yo todavía estaba entre sueños. Oí a media mañana que el teléfono de casa sonó y que atendió mi vieja. No sé si lo soñé o fue así, pero tengo en mente que ella hablaba algo pausado, en voz baja. Segundos después me despertó con la noticia. Mi cabeza permaneció sobre la almohada unos instantes hasta finalmente entender que Ariel, mi amigo y compañero de banco en el Naciones Unidas, se había ido para siempre. 
Su llegada al colegio debió haber sido dura para él. Yo la había pasado fea también cuando con mi familia nos mudamos de Wilde a Monte Grande en el ochenta y ocho. Fue para mí empezar quinto grado rodeado de caras nuevas, y ver a algunos de mis flamantes compañeritos codearse y sonreír, era una sensación de paredes que se me caían en los hombros. De hecho, creo que no repetí quinto grado un poco por lástima y otro tanto por la elocuencia de mi madre, que fue a hacer bombo para que no me sometieran a un nuevo destierro de compañeros. 
Volviendo a Ariel, a pesar de que era bastante cascarrabias y nos llevaba a todos un año y algo, terminamos los dos siendo muy amigos. Por cierto, Ariel fue mi primer gran amigo, de esos con los que empezás a hablar cosas de grandes. Después por supuesto tuve otros amigos, muy buenos, algunos duran hasta hoy. Pero Ariel era de esos pibes que sin ser un adulto, tenía otra mirada de las cosas, diferente a los que éramos más pendejos. No tengo dudas que antes de conocerlo había pasado momentos duros, de esos que te hacen crecer de golpe. 
De él recuerdo su voz, su andar cansino, su risa. Es el día de hoy que me emociona el disco “El amor después del amor” de Fito Páez, y me veo como si fuera ayer escuchándolo con él en su casa de Barrio Lindo o en algún Cumpleaños de Quince sobre Pavón. “Qué poesía”, me decía. 
Ariel era flaquito, con pelo algo rizado y bien corto, usaba anteojos y la ropa que llevaba parecía siempre quedarle grande. Sin entrar en muchos detalles, en las primeras charlas me contó que había perdido un año de escuela porque le habían hecho una operación de corazón. Y me mostró la cicatriz. Yo ya había visto una cicatriz parecida a esa en una tía. Pero verle el pecho así a un compañero de escuela casi de mi edad, a mí que no me cuesta nada, me impresionó. Obviamente Ariel tenía restringida la actividad deportiva, pero acudía a gimnasia a dar el presente como todos.
Con él fui a varias matinés de un boliche de la calle Dardo Rocha. Eran los primeros bailes y también épocas difíciles en casa. Alguna vez me prestó plata para la entrada también. Nos encontrábamos en la esquina de Pizza Piú a eso de las siete, pasábamos alguna que otra vez a jugar un fichín por Fascination y caminábamos después unas cuadras hasta Boxer. ¡Nos cagábamos tanto de risa en las mesas de los teléfonos! 
Ari era bastante más estudioso que yo, a lo mejor porque debía demostrar en la escuela que estaba a la altura de la oportunidad por la vacante aceptada. No sé, quizás son ideas mías. Habíamos comprado algunos libros entre los dos para ahorrar unos pesos y se enojaba mucho porque yo los escribía con lapicera. “Sos un boludo, a fin de año no se los vamos a vender a nadie”, me recriminaba. 
Qué difícil fue volver a clase después de su muerte. El resto del año no quise compartir el banco con nadie. Esa silla vacía era de Ariel. Y puta si lo extrañaba. Yo estaba descolocado, tratando de entender algo que nunca entendí. Porque la muerte de un amigo a esa edad, ¿cómo se explica? 
Ese domingo fuimos a su velatorio todos los compañeros y algunos profesores. Y aunque algunos insistían, yo no quise verlo. Preferí quedarme con la imagen última que recordaba de él, que es la que hoy aún guardo, sentados los dos en el piso, hablando de música y los goles del Manteca Martínez.