jueves, 27 de septiembre de 2007

Sueños de algodón

Tener un remedio para el alma,
Saber dónde mueren los pájaros,
Tocar el celeste cielo,
Conocer todas las palabras,
Vivir un año dos veces,
Cumplir todas las promesas,
Volar con alas de papel,
Comprender lo feliz del llanto,
Recordar rostros y aromas,
Ser lluvia, viento y sol,
Desconfiar del oro del espejo,
Ser uno mismo y los demás,
Pensarlo todo sin dejar de vivir,
Tragar tierra y saborear la victoria,
Romper la soga de todos los cuellos,
Amarte hasta mi último respiro.
Sólo eso es lo que quiero.

Visiones

Caminando y recordando veo
Que mis esquinas cambiaron,
¿Habrán cambiado las esquinas
O habré cambiado yo?

Y cuando ando mi camino
Noto que algo se dobló,
¿Se habrá doblado el camino
o me habré doblado yo?

Las ausencias que el tiempo
Con su negra tinta escribió,
¿Las habrá escrito el tiempo
O las habré escrito yo?

Yo


Mentiras

Desde que tengo la posibilidad de volcar en algunos papeles qué es lo que me pasa, pierdo la noción de lo que imagino, lo que siento y lo que me pasa en verdad. Y llego a la conclusión de que ya no debo tratar de separar estos sentimientos, sino más bien organizarlos y saber diferenciar lo que imagino, lo que siento y lo que realmente me está pasando. Pero esa conclusión es el punto de partida a un problema aún mayor, ya que la respuesta se va desdibujando día a día como si a mis papeles les cayera una gota de agua justo en el medio cada diez segundos. Y suponer cuál sería la respuesta a este problema de organización mental termina confundiéndome aún más.
Luego de horas y días de pensar la fórmula, y cuando creo acercarme a una respuesta, surge la pregunta: ¿Es esta respuesta un sentimiento, es parte de mi imaginación, o es la respuesta real? Y aquí el tema se complica, porque cuando la puerta no tiene llave, o la tiramos abajo o entramos por la ventana.
¿Qué pasaría si uno inventara una contestación para todo aquello que se pregunta y no le halla respuesta? ¿Qué pasaría si esa respuesta, aunque lejos de ser real, fuera una guía para tapar esos huecos que quién sabe quién ha dejado? No sería nada descabellado. ¡Si nos mentimos día a día! Y eso no está mal, lo paradójico es que a “ciertas” mentiras les damos el trono de la Verdad. ¿No está uno mintiéndose cuando cambia de color de pelo? ¿No se miente uno cuando tolera órdenes? ¿No nos mentimos al aceptar mentiras? ¿No nos mentimos cuando algo nos da vergüenza? ¿No es mentira que uno deba ser feliz? No, para nosotros todo esto es una gran verdad. Y así lo aceptamos y lo vivimos. ¿Qué pasaría si el orden se alterara? ¿Qué pasaría si lo real fuera lo imaginado, lo que uno siente lo real, lo verdadero mentira?
Al acercarnos al final, estas preguntas nacen y se reproducen, intentamos tomar conciencia de todo el tiempo perdido, irrecuperable. Quizás algún día volvamos a estar vivos para no ser tan corderos, para romper el maldito “orden establecido”. Pero, ¿establecido por quién? ¿Quién dice qué hacer? ¿Qué margen de error nos perdona el sistema?
“Tu libertad termina donde empieza la mía”. ¿No es eso decir que tu libertad no es tan libre? ¿No es aceptar que vemos en el otro un enemigo en potencia? ¿Es la libertad igualmente repartida? ¿Por qué esta mentira discursiva es tomada como verdad? Somos nosotros mismos los que decidimos sobre la libertad de los demás, aceptando que la ruptura del orden debe ser castigada. Pero, ¿Qué es el orden? ¿No es acaso la obligación a aceptar reglas dadas? ¿Y eso es libertad? Si cada uno de nosotros necesitara un orden, ¿Sería el actual?
Saberse libre verdaderamente, poder ser cada uno lo que uno quiera, en fin, que el disparo de la largada suene para todos al mismo tiempo, y que esa carrera no la gane el que llegue primero sino todos los que llegaron de la forma que han elegido llegar, ¿ No evitaría ver al otro como potencial enemigo? ¿No crees que si uno pudiera tener todo lo que quisiera, ya no querríamos tanto como queremos ahora que no tenemos nada? Si fuésemos capaces de llegar a este punto, si lográramos perder todo lo actual para empezar de nuevo y hacerlo bien ya no tendríamos la necesidad de separar lo que sentimos, lo que imaginamos y lo que es real. Todo sería tan irreal que viviríamos en la mentira más hermosa que nos hayan contado. ¿Qué mentira preferimos? ¿No sabemos cuestionar nada? O quizás prefiramos seguir así, desangrándonos día a día.
Debemos cambiar de mentira, al menos la que yo propongo es una mentira que nos será propia a cada uno. Y nadie necesitará hablar de castigo, libertad, obligaciones, orden o sistema.
Sepamos que la vida no da dos oportunidades para ciertas cosas, que en el día final nada nos habremos de llevar, día que puede ser mañana o esta noche misma. Si tuvimos la suerte de que el tren de la vida haya parado en nuestra estación, subamos al vagón hecho de sueños y mentiras elegidas. Y si ese vagón algún día se llenara, empujemos y hagamos fuerza para que nadie quede sin probar este viaje tan imaginario como real.

Númenes

La fragilidad de un cristal
Los sueños de un poeta
La pupila ya dilatada
El llanto en la penumbra
La sal de todos los mares
Los Rosarios en las paredes
La silueta de tu alma desnuda
Los personajes de historias sin crear
Los aromas de la niñez
El ojo de un asesino
La pálida esfera de mis noches
Las promesas nunca cumplidas
El recuerdo que estamos siendo
Los rostros en la memoria
La vieja balanza de la justicia
El silencio de todas las tumbas
El oro, el trigo, el barro,
Las espinas de las rosas
La piel de la vejez
La palabra del orador
Las nervaduras del destino
Mis manos, el aire, el cielo,
Apre´s nous le déluge.
Dixit.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Tirarse

Si los momentos más felices de nuestras vidas ocurren cuando más inconscientes somos de la vida misma, ¿porqué no deshacernos de ella? Subir, bajar, harto de mis mentiras pseudoactorales. ¡Que me trague el hoyo y que vivan los que quieran sufrir! ¿Me esperará un cielo? ¿Me esperará un infierno? ¿Me esperará la nada? ¿Hay algo después de todo esto? Creer en Dios como una explicación mística de lo que es el arte, el amor, ¿parece tan disparatado? Hay algo de nuestra existencia que no se ve, que vale verdaderamente. ¿Es eso lo que perdurará para siempre? ¿Sirve llorar? ¿Por qué lloramos? ¿Por qué reímos? ¿Cuántas veces el dolor ajeno nos causa alegría? Y cuando digo dolor ajeno estoy hablando de todo tipo de dolor, de formas de sufrir y de no ser feliz. ¿Siempre el mundo se dividirá entre los que tienen y los que no tienen, entre los que están afuera y los que están adentro? ¿Es el amor el máximo estado de nuestras almas? ¡La vida es muy corta y casi siempre amarga! Luchar para vivir, y cuando se le acaba el filo a la espada una brisa te lleva con el montón que ya perdió la batalla; sea blanco, negro, pobre, rico. Alguien tiene que poder ayudarme. De a poco estoy volviéndome cada vez más loco, y actúo como tal. Sufro como un perro. Vivo una muerte en vida (esta última afirmación entiende a la palabra muerte de la manera más común de hoy en día –occidental si se quiere-, como el final, como algo aberrante y no deseado). Cada dolor de mi cuerpo significa la agonía. Mi mente viaja todo el tiempo. ¡Y no vuelve! Se va, se va, se va. Conoce la sociedad de hipócritas que somos, la simplicidad en lo estético, en los gustos, la liviandad de las elecciones humanas. Conoce las vidrieras de los cuerpos idiotas y su aceptación por los compradores. ¿Tendré tiempo para cambiar todo esto? ¿Necesito la ayuda de alguien que arme el rompecabezas que tengo en la mente? No lo sé. No sé nada., nadie sabe un carajo pero hablan porque tienen lengua. Estoy en el límite. En el borde del abismo. Me tiro, no me tiro. ¿Me están tirando? Mi cuerpo me molesta, desde las manos, hasta los pelos. Todo me hiere, el aire, este papel, la consagración de los imbéciles con diploma de vivo. ¿Cuándo va a pasar todo esto? ¿Cuándo va a parar todo esto? Pido permiso para sentir, pido permiso para ser. ¡Corréte, ahí viene uno y te hace mierda! No te corriste, perdiste. No me corro, muero. Y ahí viene otro más fuerte y lo hace mierda al que me mató a mí. ¡Despertame! Decime que lo estoy soñando, que anoche me dormí y que hoy empieza todo de nuevo. ¡Decime que mi gente no se enferma! ¡Decime que mi gente no sufre! Decime que mi gente no se odiará jamás. ¿Qué te estoy pidiendo? ¡Si tu gente es igual a la mía! ¡ Si tu gente es la mía! ¡Tu mundo es el mío! Me caigo y me levanto. Y no estoy soñando. Me caigo y me levanto de vuelta. Y ya levantado me quiero levantar otra vez porque no noto la diferencia entre estar tirado y parado. ¿Hay diferencia? ¿Perdí el único tren de la verdad? ¿Existe ese tren? La estación está casi vacía. Los que esperan son todos locos. Como yo. ¿Cómo puede haber gente hoy que espere la verdad? Verdad. Verdad. Verdad... Paciencia. Esperar, cerrar los ojos. Mojarte la cara. Intentar ser agradable y lograr la aceptación de todos y de nadie. Maldecir. Escupir. Pensarlo todo. El vidrio está empañado, y no se ve afuera. Te dicen que hay sol pero está lloviendo. ¿Nadie puede ayudarme, carajo? Desde que nacemos ya estamos muriendo. En cada minuto, en cada segundo. Pero no lo sabemos. No lo notamos. Necesitamos los anteojos del alma y no los usamos. Los ojos ven lo que quieren. La gente nos hace a su medida. Y yo no puedo aceptarlo. Me niego con toda la poca fuerza que me queda. Mi aire está contaminado de tu aire. Y mis palabras se están rindiendo de a poco. Me tiro. Me estoy tirando. Estoy cayendo. Y abajo no hay nada. Ya está. Ya me fui.



24/2/93 al 30/04/1999

Instantes

El futuro incierto, combinado con el pasado inmóvil y el presente fugaz, hacen del mapa incompleto de la vida un lugar dolorosamente hermoso.

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Usted sabrá entender mi poca habilidad para convencer a la gente. Sabrá disculpar que no busque nunca dar a conocer mi parecer sobre casi ningún aspecto que se me consulte. Es que desafortunadamente no conozco a nadie que me interese darle a conocer mi postura sobre nada.

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Mirando las golondrinas al alcance de la mano no se ven otras golondrinas en el cielo.

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El miedo es un impulso exterior que invade nuestro físico. No está mal sentirlo, es perfectamente lícito tener miedo. Lo crucial es la respuesta que le demos a ese estímulo, que puede ser la continuidad del miedo y como consecuencia la cobardía, o el enfrentamiento a ciegas con el miedo, convirtiéndolo en la más cruda valentía.

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La felicidad es una palabra vacía. Mientras no asumamos nuestra condición de animales y podamos de esa manera actuar instintivamente sin la sanción o la potencialidad de la sanción exterior, seguiremos navegando entre lo que esperan de nosotros como seres sociales el resto de los seres sociales.

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“Hay sillas que no se llenan con nada”, me convidaron cierta vez, hablando de alguien que ya no estaba físicamente. Me pareció una reflexión simple, de las más angustiantes que me hayan dicho.

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Vendería mi alma al diablo por crear una canción, no una linda canción, simplemente una canción.

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Si en algún momento de la vida hablamos de la distancia como culpable de un fracaso, estaremos reconociendo la poca voluntad y empeño que ponemos en nuestras empresas.

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Si hay algo que me atemoriza es levantar la cabeza, mirar al espacio y reconocerme tan infinitamente pequeño. Si hay algo que me da valor, es que mi pequeñez sea solo mía.

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No hay mejor manera de intimidar a la gente, de hacerle sentir nuestras intenciones que siendo salvajemente directos. La gente no está acostumbrada a eso. Esto no garantiza nuestro éxito pero tampoco lo hace el andar con vueltas.

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Nadie soportaría la vida eterna, ni vivir mucho tiempo más del que vivimos. La ilusión de vivir para siempre no es más que patentar la inconformidad con la vida que uno lleva. Paradoja mediante pedimos más tiempo. Idiotas.

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¿Tendrá relación el hecho de que hablo cuando duermo con que sueño cuando estoy despierto? Debería organizarme.

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La gente se muestra interesante, atractiva y diferente al resto solo en un comienzo de cualquier relación. Muchos buscan la aprobación, agradar, evitar la exclusión y la soledad. Sólo algunos valientes considerados antisociables no salen en busca de la sonrisa del cumplido. Bien cierto es que sufren, pero no menos cierto es que decepcionan menos que los demás. Están un escalón más arriba, pagando el precio de que muchas veces no tienen con quien compartir un vaso de vino.

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Quizás pongamos como espectadores demasiada fe en el arte. Fe que suele transformarse en decepción. O quizás no, y sea el arte quien nos salve de nosotros mismos a pesar de las decepciones. Si supiera que un solo libro de mil que leyera fuera a cambiar mi vida, los leería a todos con mucha más alegría.

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Intentar definir el arte es intentar definir a Dios. Nada nos acerca al arte más que el amor. Nada nos muestra qué es el arte mejor que el arte mismo. No podemos hablar de creaciones mejores que otras ya que todas son inconmensurables entre sí. El arte solo es.

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Es lamentable reconocer a esta altura media de mi vida que hay trenes que no volverán a pasar. Sin embargo la posibilidad de estar equivocado y que uno de esos trenes vuelva a parar en mi estación es lo que me mantiene respirando.

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Evadir la realidad y evitar el sufrimiento –lo cual es lo mismo-, debe ser el fin a lo largo de nuestra vida. Acá sí el fin justifica los medios. Odio no poder encontrar la diferencia entre ser pesimista y realista.

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Fuego, agua, aire, tierra. Qué fugaces somos.

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¿Existe alguien que pueda amar sin censuras, incondicionalmente, apasionadamente, salvajemente, verdaderamente, con toda su integridad, apostando todo, olvidando todo, dejándolo todo, dando la vida si es necesario, sin temores, con alegría, con orgullo, con felicidad, perdonando, acompañando, con sinceridad, honestidad, vehemencia, furia, energía, con la mirada, con las manos, sin leyes, sin testigos, con defectos, con valentía, con lágrimas, con locura, idealidad, heroicamente, sufriendo?

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El dinero envenena el día a día de una manera terriblemente perfecta. Aléjese de él y démelo a mí.

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Tu amor que no llegaba era castigo. Te tuve, y el castigo dejó de ser dolor. Mas luego te perdí y tu amor que hoy no vuelve se ha convertido en la condena más dura. Castigo, dolor, condena, ¿qué cuenta estaré pagando?

La voz y las manos o nada

En esa monarquía donde reinaba un rey corrupto y alejado de la gente, solía haber artistas y todo tipo de personajes reconocidos que utilizaban su voz para despotricar contra las barbaridades del reinado y su perverso sistema de explotación. La gente acudía a las plazas para escuchar a estos oradores, quienes pasaban horas y horas criticando al rey y sus ayudantes. La muchedumbre aplaudía, coreaba canciones de protesta, aprendía poesías de reclamo y pagaba costosas entradas a distintos foros para identificarse con la bronca de quienes tenían facilidad de palabra y poder así confirmar su pensamiento. Después, cada uno se iba a su casa, como quien sigue en el yugo después de un respiro.
Pero esta gente nunca se organizó. No tomó conciencia de lo que podía lograr.
El rey vivió quinientos sesenta años y reinó hasta sus últimos días sin importarle lo que de él se dijera. Heredó el trono su hijo, quien al cumplir diecisiete años mandó a fusilar a veinte mil personas y a desterrar a unas mil quinientas. Las plazas, vacías, guardan hoy los esqueletos de quienes usaron su voz pero no las manos.

Hecho literal

Paralizado, como quien vio un fantasma, retuve la respiración. La oscuridad era tan cerrada que parecía la muerte. Intenté mover las piernas. No pude. Intenté pestañear. No pude. El silencio combinado con el color negro de la habitación hacía un juego torturador. Mi cerebro acelerado trabajaba para derrotar el pánico. Mis músculos se hicieron de madera dura. Mis ojos de sal. El corazón latía con desesperación, buscando alcanzar un ritmo imposible. Sentí cómo se movió hacia el centro de mi pecho. De repente un ruido desde mi garganta. Saboreé sangre. El corazón, una vez acomodado en la mitad de mi cuerpo, descansó por un rato. Traté de incorporarme, de salir corriendo. Imposible. Los latidos comenzaron a ir más rápido nuevamente, empujando el corazón hacia mi boca. Sentía como si un puño buscara escapar de mi centro interior. La sangre inundó mi boca hasta ahogarme. Mis mandíbulas se abrían como las caderas de la parturienta. De a poco el corazón fue ganando espacio y abandonando mi cuerpo. Una vez separado de mí por completo dejó de latir. Otra vez el silencio total. Parálisis. La luz comenzó a encenderse muy lentamente, como amaneciendo.
A los pies de la cama se encontraba una mujer sin rostro. Recogió mi corazón inerte del suelo y se marchó sin decir ni una palabra. Una lágrima cayó de mi ojo izquierdo.
Atontado, alcancé a entender que lo vivido esa noche me había sucedido antes, pero metafóricamente.

RPM

Revoluciones por milenio
De monedas y corazones
Revoluciones de sangre y dolor
Es la procesión de palabras mudas
Que llega a aquellos oídos muertos
¿Cuál es tu revolución?
No importa en realidad
Si la parió tu corazón
Fijate, mi revolución empezó
Cuando nací y supe que iba a morir
Revoluciones que arman revuelo
El revuelo de tu rojo pañuelo
No calles ni caigas porque sí
Imaginate a miles desnudos
Caminando por Florida
¡Y serán todos iguales!
En la cama las pupilas animales
Son iguales, son iguales.
Pensá una revolución de palabras
Que llegue a los oídos muertos
Y los haga resucitar al tercer minuto
Son las revoluciones por milenio
Las que quiebran la línea circular
El mundo gira sin parar, sin mirar
En cien años ya no vas a estar acá
Permitime decirte que ya no vas a estar
Ni acá ni allá, vas a estar
¿Podes entender que cada minuto
Puede ser el último y es único?
El diván que me aguanta es de algodón
Mi revolución no tiene solución
Es como el amor, como el dolor
Pero es mi revolución como canción
No es la salvación ni la reencarnación
No es oro ni barro, cielo o infierno
Es apenas eso, mi revolución
Ganar, perder, no lo voy a saber
Si mi triste revolución gana
Va a vivir mucho más que yo
(Fijate, mi revolución empezó
Cuando nací y supe que iba a morir)
Y si ya no voy a estar, no voy a llorar
Ni a dormir, ni a sufrir, ni a pedir
Pero por ahora hoy estoy
Mañana quién sabe qué va a pasar
Si hay mañana voy a tratar de mirar
De reojo el pasado de ese presente
Que será hoy, llorando, pidiendo
Voy a recordar los pezones de mi madre
Cuando cambié ombligo por calostro
Y cuando vacié mi habitación para irme
Voy a buscar en los viejos cajones
Las cartas de mi padre viviendo lejos
Y reír por la vez que ya no le contesté
¿Fue una pequeña y precoz revolución?
No lo sé, no lo sé
Siempre será igual, nacer para morir
Dos puntos que unimos en vida
Haciendo y dejando de hacer
Fijate, mi revolución empezó
Cuando nací y supe que iba a morir
Son las revoluciones por milenio
Las revoluciones de significaciones
Recién las cinco am como cuando nací
Y mi volcán hierve su lava fértil
Uno es uno solo y sólos vamos a morir
Empecemos la reconstrucción
Derribemos castillos de cartón
Escapate de ese colchón, destrozá el sillón
Tenés las llaves de tu prisión
De tu barco no pierdas el timón
¿Cuál es tu revolución?
No importa en realidad
Si la parió tu corazón

Doña Lita la lloradora

Cuenta cierta gente mayor del barrio de Villa Lugano que allá por los años setenta vivía en alguna esquina Doña Lita la lloradora. Digamos que mucho no se sabe sobre qué fue de esta mujer, cierto es que hoy las viejas del barrio afirman su existencia en tiempos pasados y su dedicación tiempo completo al consuelo de viudas y otros desgraciados. Muchos dicen que ya de muy vieja se mudó a Córdoba donde se supone tenía un hijo. Otros más lengüetas afirman que Lita está presa en Ezeiza.
Su fama de lloradora en un principio la adquirió acudiendo a cuanto velorio ocurriera en las cercanías de su morada. Más tarde, quizás para perfeccionarse, quizás por aburrimiento, la vieja, sin demasiados preámbulos se le metía a la gente en la casa y le preguntaba en qué podía consolar o qué motivo tenían para llorar todos juntos. Muchas veces la echaban a patadas, pero en otras oportunidades la vieja lograba convencer de lo provechoso que era para el espíritu llorar en grupo. Una vez que era aceptada en una casa, Lita escuchaba las penas de sus habitantes al mismo tiempo que demostraba su compasión con lágrimas verdaderas. A cambio de consuelo pedía algo para comer o algunos pesos. Muchos vieron en doña Lita la oportunidad de excusarse a través de ella con los familiares en desgracia. Y se comenta que han llegado a mandarla -a cambio de ofrecerle una buena cena- con una nota de disculpas ante un viudo rogándole a éste que tome el llanto y las palabras de la lloradora como si fueran propios. Otros, con más predisposición para los negocios, llegaron a ofrecerla a domicilio –incluso al interior- por dos con cincuenta la hora más gastos por viáticos.
Desvirtuada su fama de lloradora sincera por culpa de la viveza de algunos sátrapas, a nuestra vieja de ojos colorados no le quedó más remedio que desaparecer. Y aunque muchos criticones festejaron su supuesta huida, la verdad es que algunos viejos inmersos en la soledad con mucho gusto hubieran pagado a cambio de alguna lágrima de compañía.

De cada uno

Todo depende de cada uno.

¿Cuánto hay de cierto en esta afirmación? Para no embarcarnos en la tediosa tarea de hablar del destino, prefijado o no, optaremos por pensar que uno nace animal, lo socializan, se auto-socializa también -¡cuántas veces a la fuerza!-, se arma, aprehende el mundo a lo largo del camino, y en el camino termina por hacerse sujeto, humano social.

Podríamos aceptar y fundamentar que muy pocas cosas dependen de cada uno. Que en la ruleta de todas las escalas a uno le toca su lugar y, salvo contadas excepciones, desde la cuna hasta el hueco final, el camino se mantiene único e inalterable. Es importante resaltar que para esta postura, las excepciones no son más que eso: excepciones (contemos los maradonas del mundo y serán golondrinas sin veranos). Y que para poder hablar en términos generales, no es posible tenerlas en cuenta para pensar cuánto depende de cada uno torcer un camino bravo o mantener uno de rosas sin espinas.

Por otro lado podríamos afirmar lo contrario: con esfuerzo se llega, o que el punto de partida es el mismo para todos y lo que a uno le toque en el camino dependerá de sus elecciones y decisiones, y que las consecuencias serán el resultado de los errores y aciertos.

Aquí aparece una tercera postura: Hay un poco de ambas, la fortuna también tiene su peso.

Hablando de lo material, la primera postura dirá lo siguiente: “Se nos plantea que el esfuerzo de cada uno dará sus frutos en algún momento, sin embargo esta pseudo-verdad, que compramos casi ciegamente, no hace más que ocultar el verdadero meollo de la cuestión”. Entiéndase: Por mucho esfuerzo que le ponga uno a ascender en la escala social, los lugares están ya repartidos, las cartas están ya en la mesa, y quien tenga las mejores barajas luchará por mantenerlas de manera conciente e inconsciente haciendo sentir su peso sobre las demás. Es más, aceptamos quienes tenemos los cuatro de copas no tener un lugar mejor en esa escala, culpándonos de no ser mejores personas, mereciéndonos lo que tenemos y endiosando al que tiene más por ser supuestamente “más competitivo”.

Los que creen que el esfuerzo empecinado a la larga los llevará al éxito que cada uno se proponga podrán decir: “Nada de lugares inaccesibles, de metas inalcanzables, si usted se propone algo y se prepara para obtenerlo mejor que los demás, será casi imposible que las piedras del camino sean lo suficientemente grandes como para derribar sus sueños”.

El mundo de hoy, es cierto, está así planteado, los que tienen y los que no tienen, los que están dentro y los que están afuera. Replantearnos los sueños es un punto de partida obligatorio para al menos intentar explorar porqué tanta insatisfacción y fracasos en la sociedad actual.

Pero retomemos la idea primera: ¿Todo depende de cada uno?

Desnudemos la pregunta. ¿Qué es todo? ¿Qué es cada uno? Y el lazo que une el todo y cada uno: ¿Qué debemos hacer si es que hay que hacer algo? Pareciera fácil afirmar que hoy ese todo se refiere a bienes materiales, que la apropiación por la apropiación en sí configura un motor sangriento que sólo conduce a una vida vacía de sentido real. ¿Qué es cada uno? Cada uno es ese pequeño lugar que ocupa en el mundo, su puesto en la cadena de producción, su fuerza práctica más allá de sus pensamientos críticos. Todo esto viene a darle una explicación actual de lo que cada uno es, con las consecuencias nefastas que esto supone. ¿Qué hay de lo que uno debe hacer? Poco queda por decir respecto a esto. El espacio que el sistema deja para torcer verdades aceptadas por todos es casi nulo, el margen que queda para llevar a la práctica lo que en el fondo cada uno piensa de sí y para sí es molido a palos –en hechos o potencialmente-por quienes ven en este margen un peligro de liberación de oprimidos. Oprimidos que además llevan al opresor bien adentro, como inteligentemente afirma el pensador brasileño Paulo Freire.

Entonces, ¿cuál es el debate? ¿Cuál debería ser el debate? Yo veo que los debates se quedan a mitad de camino, la mayoría por teorizar demasiado y no poder bajar a tierra ideas que se quedan en una nebulosa de palabritas lindas, otros no sólo por lo anterior, sino por alimentar lo que critican creyendo que las críticas de manual dan herramientas para la superación personal. Porque no está mal la crítica al fetichismo material, siempre y cuando eso no se convierta en una vía de escape para la imposibilidad de la mayoría de acumular materia. O lo que es igual o peor, utilizarlo como excusa para la destrucción de lo ajeno.

No.

El debate debería ser anterior, y aquí me paro: Deberíamos darle a lo material el lugar que merece, el de lo que llamo lo “simple-material”. El debate debería estar planteado en un nivel superior y anterior. Es decir, ¿Cómo logramos que la sociedad entera encuentre satisfacción y sentido a su vida sin que lo material juegue un papel determinante dentro de ella? ¿De qué manera el consumo a ciegas puede ser reemplazado por una concepción del mismo como algo funcional y temporal de simples necesidades físicas? ¿Cómo logramos que esas escalas de las que hablábamos al comienzo no sean definidas por el “estar adentro o afuera”, “tener o no tener”? ¿Son el egoísmo, la ambición y el poder, cualidades naturales de la raza humana? ¿Cuánto contribuye la educación familiar y escolar entre otras a allanarle el camino a este círculo vicioso y pernicioso? ¿Cómo convencemos al mundo de que otra realidad es posible? ¿Con qué argumentos convencemos al opresor de que no necesita oprimir para realizarse como ser humano? ¿Cómo hacemos para que los oprimidos dejen de luchar por lo que nunca serán y tendrán creyendo que es posible el salto a un lugar que creen mejor?

Entonces ¿depende todo de cada uno? Creo que sí, en la medida en que las metas sean alteradas; que si uno respeta y ve a los demás como “iguales diferentes” y el porvenir de algunos no signifique la pena de otros, es perfectamente lícito pensar que todo depende de cada uno. Mientras la lucha cotidiana sea por obtener algo que de por sí es escaso, estaremos hablando de opresores y oprimidos, adentros y afueras. Tomar conciencia de cuán perdidos nos encontramos en el laberinto que creamos y alimentamos, ocupemos el lugar que ocupemos en la sociedad, es el primer paso para asomar la cabeza y encontrar la salida por sobre los gigantescos muros de hierro.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Mis milagros

En no pocas oportunidades me he formulado una incógnita que –al menos eso creo hoy- no podré descifrar en vida. Aunque al final de mi relato proponga yo una especie de respuesta a mi propia pregunta, creo que el tema no puede cerrarse aquí.
Antes de proseguir debo aclarar que creo en los milagros. Paso a explicar. Milagro es para mí un hecho (ostensible o no) producto de alguna fuerza divina. Repito, ostensible o no. Un milagro sería la curación de una enfermedad determinada, una resurrección, una visión, o simplemente alcanzar el colectivo para ir a trabajar. En fin todo aquel acto cuyo origen fuera inexplicable para la razón del hombre es un milagro. Pero también lo será aquél que por su simpleza no nos permita ver todas las condiciones que hicieron falta para lograr determinado hecho. No considero milagro a la concreción de algunos amores imposibles, por ejemplo.
La incógnita es la siguiente. Suponiendo que sea Dios el generador de tales milagros, mi pregunta es ¿cómo consigue Él la alteración de determinado estado de cosa o cosas sin alterar su entorno? Si Dios pusiera la mano sobre mi vida y me permitiera volver atrás una hora –por no decir un año- ¿cómo logra Él que ese cambio no afecte a los demás? ¿Cómo los demás –aquellos a los cuales mi accionar, mi presencia, mi voz, mi andar los afecta- no se dan cuenta del cambio? Podemos caer en la respuesta fácil y decir que Dios todo lo puede, pero por este camino llegaríamos inexorablemente a una especie de llave de paradojas tan estériles como insostenibles.
Ante determinadas situaciones de desesperación, de falta de respuestas, de imposibilidad total de cambiar el destino (¡es allí cuando el futuro se hace predecible; ante lo inevitable, ante la desgracia ineludible!) todos esperamos y nos sostenemos como si estuviéramos en medio de una gran tormenta, de la frágil rama del único árbol vivo, el árbol de los milagros. Es allí cuando el punto blanco a poco de hacerse invisible dentro de tanta oscuridad, nos da un resto para respirar unas veces más. Pedimos algo a cambio. No se a quién, pero pedimos. Al destino, al futuro, a Dios o a todo a la vez. “Si ocurre A, entonces nosotros haremos X”; “si B no ocurre, entonces C”. O aun más: Al suceder D sin pedirlo, sin esperarlo, entonces F. Éste último ejemplo es de los que yo llamo “milagros puros”. Pero volviendo al planteo original, lo que me pregunto es cómo un milagro entendido como el quiebre en el destino de cada uno, como un reempezar, como un giro imprevisto dentro del libreto de la vida, afecta sólo a la persona “beneficiada” por el milagro en sí. ¿Será acaso que los milagros se dan en pocas oportunidades porque para su concreción se necesita una serie de factores desencadenantes? El cambio en la línea recta –o circular, para este caso no afecta la dirección de la línea-, luego de la intervención milagrosa, no puede afectar sólo a una persona si desde el vamos esa persona está inmersa en una serie de relaciones sociales. Y aquí me corrijo: no es que los milagros se den en pocas oportunidades, sino que se hacen “visibles” no muchas veces.
Frente mi planteo, acaso inútil –lo reconozco- sobre esta cuestión de cómo afectan los milagros a los hombres, se me ha ocurrido lo siguiente: cuando un milagro es llevado a cabo por llamémoslo “El Milagroso”, lo que cambia es el mundo entero. Más allá de “lo individual” del milagro, no es posible hablar de milagros si no consideramos un quiebre –de tiempo por ejemplo- en la continuidad de las vidas todas. No se me ha ocurrido milagro alguno cuyo poder afecte sólo a una persona. Eso sí sería un milagro (o milagro potenciado para conceptuar correctamente). Desde mi punto de vista la vida está repleta de milagros, sólo que casi en su totalidad no se hacen presentes a los sentidos humanos. Gran error el del hombre que confía sólo en sus sentidos, como si a través de ellos se pudiera captar, aprehender, copiar o comprender la realidad exterior. Estaremos de acuerdo usted y yo en que tampoco el lenguaje es capaz de alcanzar la realidad. Y aunque a Niestzche jamás se le hubiera ocurrido confiar en los milagros sino más bien en las capacidades del hombre como máquina, a mí en particular me persuade más el consenso entre ambas ideas. Creo que la vida está llena de milagros, pero creo también que la capacidad de los hombres puede forjar un destino particular que dependa menos de esos milagros para sobrevivir. Pero claro, al vivir en sociedad, al con-vivir, al relacionarnos, al ser todos un “todo”, no nos quedará opción alguna más que la de aceptar que somos parte de un milagro general, a veces para beneficiar, otras para perjudicar, pero nadie puede escapar a esta verdad sólo entendible dentro de un lenguaje de “milagrosidad”.
Para cerrar estos párrafos resumo: los milagros –como yo los considero- existen. Todos esos milagros cotidianos no pueden existir sin afectar a la humanidad completa. Los hombres consideran milagros sólo a aquellos que se hacen palpables a los sentidos. Aun así hay mucha gente que no cree en milagros. Para mí la vida misma es un milagro, que yo esté aquí, ahora, con los ojos abiertos, no puede ser un ejemplo más claro de lo que es un milagro.

María del Carmen

María del Carmen es una mujer callada, de palabras elegidas y contadas. Suele pasar horas, tal vez días pensando en alguna idea que se le anida en el pelo negro, llegando a perturbar reciamente su lucidez. Se siente la sombra de una mujer vivaz, movediza, seductora y valiente. Como si en sus actos repitiera en cuestión de horas la vida de quien desea ser, anda con sus piernas flacas. Su estatura intimida, sus cejas fruncidas y tupidas acompañan una mirada que guarda todo el terror potencial de sus pensamientos. María del Carmen sufre. Siente sus avispas entre la ropa antigua que usa día a día, se las traga por un rato y después las vomita vivas al corazón. Pobre corazón de esta mujer, tan grande y vacío, roto por un pasado mal escrito, borroso. Deambulando se desliza por sus rincones, usando los pies largos y frágiles que heredó de su padre. Con sueños quebrados, interrumpidos, borrosos, anda esta mujer que la han bautizado María del Carmen. Diez dedos infinitos y huesudos le cuelgan de las manos, casi armonizando con la estructura de su cuerpo. Por poco y suenan entre sí, como dándole simetría al ruido de sus tacos de madera. Cuando despierta se queda atascada en sus pensamientos incongruentes y paradójicos, y sabe colgar las pupilas del techo manchado, sucio, corroído por su aliento. Antes de dormir prepara el despertador antiguo para que la despierte a las seis, sin embargo ya hace años que lo apaga y sigue un poco más. Mucho tiempo después de abandonar el sueño gira la cabeza pesada a uno de los costados, donde tira el ancla por horas. Nadando en la corriente leve de sus pensamientos pesados se hunde y vuelve a flote, buscando con toda su poca fuerza el destino incierto. Se viste. Piensa cada movimiento como esperando que un error la salve de sus irrisorios aciertos premeditados, como si una luz repentina fuera a darle un poco de brillo a tanta oscuridad inexorable. Nunca se maquilla, no porque no le guste cómo fuera a verse su rostro, sino simplemente porque no quiere cargarle más peso a su cabeza de acero macizo. Prefiere su palidez de susto y malestar continuo. El miedo al miedo la hace dubitativa y pensante.
Ayer cumplió treinta y dos años, ayer catorce de noviembre. La visitaron, como siempre, los dos hermanos de su padre, Joaquín y Enrique, ambos solteros. A la tarde también la acompañaron su tío Alejandro, hermano de su madre, con su mujer María Cristina, y sus hijas, Mónica y Cristina. María del Carmen recuerda con tristeza y agradecimiento la crianza a los tumbos que Alejandro y su mujer le han dado. Luego de la muerte de los padres de María del Carmen ellos la tuvieron como primera hija, pues la niña tenía tan sólo cuatro años cuando todo pasó. Ahora es una mujer. Ayer pasó el día repartiéndolo entre lágrimas y sonrisas de compromiso. Porque si hay algo en esta mujer que es irreprochable es su cortesía, muchas veces desmedida hasta la incomodidad. No por ser su cumpleaños dejó de dormir hasta la hora de siempre, tampoco se sentía especial, ya que sabía que su día no le traería ninguna señal de que su vida fuera a cambiar.
María del Carmen presiente que no va a cambiar nunca, se siente en una botella en el medio del mar, sin mensaje, sin aire, sola, a la deriva, desgastada por su eterno bamboleo. Sin embargo hay noches que la encuentran más despierta, más viva. Si el cielo está estrellado sale a caminar por el jardín con una tenue sonrisa interior. Sus árboles viejos, su mesa de cerámica, su perro labrador, el farol, la luna clara, le causan un placer que la salvan por un rato, como si todo ese escenario le hiciera vivir una obra de teatro escrita para ella. Esa atmósfera le da cierta paz. Le da cierto placer saborear su propia pequeñez, su soledad crónica dentro de un universo que la abraza hasta matarla, un universo grande como el hueco en su pecho. Pero sigue viva y esperando. María del Carmen sueña despierta en su contexto de cartón y se sumerge en sus esperanzas de cambio. Cuando la brisa la acaricia siente que se estremece, pues le da fe y la diferencia de la nada absoluta, espacio en el cual se ha sentido encajonada y vegetando. Después, como cuando los árboles buscan la luz hasta inclinarse, regatea y manotea una idea que le permita seguir viviendo, una frase, una imagen, un símbolo, un recuerdo, aunque sepa que seguirá respirando su propio aire viciado de pavor y locura latente. La mujer se miente sabiendo lo que hace, pues ella misma empalaga con sal su herida de muerte. Pero, contradicción mediante, es esa salazón la que le presta tiempo para huir hacia adentro. Es su propio dolor lo que recorre su cuerpo, saliendo ya sucio, negro, desde su corazón y manchando cada rincón de su ser. Y se suicida en vida con el cuchillo filoso de su mente. Y llora. Y sus ojos, eternamente rojos, heridos por los puñales indiferentes y profundos de su camino, incurables, ya no ven más allá de su burbuja de encierro y porvenir postergado.
No recuerda siquiera una noche en la que no haya soñado. A veces, cuando el sueño la perturba, anota lo que recuerda en un borrador que guarda bajo llave. Su último sueño fue descripto entre temblores y respiración cortada. Decía algo así:


“...El animal me maniató la cintura a un árbol, no era un perro o una hiena, pero se le parecía. Su forma no era algo definido, cambiaba su estado de un momento a otro. Tenía por momentos manos de ser humano y orejas enormes, como de elefante. Después parecía un mono con ojos achinados. Me lamía el cuello, dejándome toda la baba pegajosa, hasta secarse y formar una lámina transparente que se mezclaba con mi sudor. Mi cuerpo lo disfrutaba, pero a la vez sentía pánico por lo que podría venir. Después el monstruo me golpeaba la cara con un látigo, deformándome, destrozándome y chupándome la sangre con su lengua de arena. Otros animales, que sí pude reconocer, perros, gatos, arañas, gusanos, se acercaban a mí atraídos por el olor a mi sangre que se volvía cada vez más fuerte. Mientras orinaba, ellos lamían todo a su alcance. Todo de mí. Y yo lo podía gozar sin culpa, sin remordimiento alguno. Luego de acabar conmigo, cada animal se transformaba en algo distinto, en una flor, en un pájaro celeste, en un corazón... Luego desperté, mi ropa de cama estaba mojada...”


Este tipo de sueños, que tanto la angustian, son una constante en su vida de incansables tormentos. ¡Cuántas veces ha soñado con no despertar jamás! ¡Cuánto más hubiera preferido morir a despertar y seguir en su jaula personal! Pero como si fuera muda, ciega, sorda, la mujer solo respira. Ya no recuerda la última vez que rió de verdad. Se siente avejentada, doblada. Las líneas de su cara forman grietas en bajada, como guardando paso a algún posible deshielo desde su corazón congelado. Solitaria, vencida, sin fuerzas, no encuentra sentido a ser. No encuentra salida, no la busca tampoco. ¿Qué mal pudo haberle robado la vida? ¿Qué pócima diabólica le han inyectado? Hay días en los que pretende buscar, se miente, se vuelve a crear escenarios ficticios que le dan respuestas difusas. Pero, ¿Respuestas a qué? ¿Qué se pregunta?
Hace unos meses atrás María del Carmen revolvía unos cajones buscando una fotografía. En ella, según recordaba, se encontraban su padre y su madre. La imagen había sido tomada desde una terraza, o un árbol, no sabía bien. Pero tenía muy claro que la perspectiva hacia ellos era desde un lugar alto, quizás una escalera exterior. Su madre, tan joven como siempre, llevaba el vestido blanco con rayas rojas y negras con el cuál fatalmente murió. Su padre, como siempre, lucía su overol gastado y sucio. María del Carmen literalmente dio vuelta la casa en busca de esa fotografía. Y no la pudo hallar. Sin embargo, en medio de su afán encontró algo que la conmovió. Era una carta que su padre le había escrito a su madre hacía unos treinta y cinco años atrás. En ella, su padre le confesaba a su prometida el deseo de “casarse y vivir juntos hasta la muerte”. María del Carmen la leyó hasta el último punto, donde finalmente se quebró y gritó hacia adentro. Con su lenguaje interior de represiones y barreras de vidrio blindado, gritó como siempre lo ha hecho. Sin derramar una sola lágrima, postergó la tristeza por un rato y se quedó dormida. Al despertar, su angustia no había cesado, y su rabia por aquella fatalidad seguía aún presente. “-Tantas cosas quisiera preguntarte, papá...”, pensó. Y abrazó esa carta como si sintiera a su padre muy cerca, con su olor, con su piel dura. Con tanto amor se clavó ese recuerdo en el pecho, con tanta furia que podía sentirse tan muerta como él. ¿Y su madre? También sentía su ausencia, también la sufría. Pero con él era distinto, su padre era a quien realmente echaba de menos. Y se confundía, no sabiendo si podía querer tener consigo a alguien a quien casi no conoció, o si en realidad su alma buscaba otra cosa de ese hombre tan difuso en sus pensamientos, en su corazón. Y comprendió que su dolor venía consigo desde su nacimiento, que más allá de las presencias que tanto añora hay algo en ella que la obliga a digerir el gusto a oscuridad y encierro de su propia vida sin poder desatarse. ¿Suicidarse? ¿Y luego qué? ¿Y si el milagro se produjera? ¿Y si su vida cambiara? ¿Cómo no habría de estar allí para vivirlo? Su conciencia no se lo permitiría. Y se obliga entonces a pensar en esto, se encierra en su idea de continuidad bajo siete llaves. María del Carmen deduce que esta cuestión alimenta su congoja sobremanera, y se le niega a la muerte con toda su fuerza de ser vivo, como cuando el animal se defiende del depredador que busca alimentarse de su carne. Teme que esto sea insuficiente, que en un día de flaqueza la muerte la encuentre y se la lleve. Ahora está pensando en alguna frase que le ayude a dejar esa carta que ha encontrado, quizás una idea, un signo. Y la deja. Y se repone, parándose y saliendo a buscar su perro con ojos de vidrio. Días más tarde resucita de ese momento, sólo para volver a su cruz. Esa cruz que se le pega al cuero cada día un poco más. Y sabe, razona, que no es tan solo la cruz de sus padres, que ellos son solo una astilla más en su cruz pesada. Tiene el sentimiento firme que es su propia vida encarnada en un símbolo, cosa que la esclaviza sin piedad alguna. La pobre tiene el cerebro gastado, ya no puede pensar, a veces se rinde de a poco. Y otras no tanto. Pero siempre termina dormida, como dándose descanso a su batalla permanente. Vuelve a soñar. La violan sus figuras extrañas, la ultrajan, la ofenden miles de hombres sin rostro. Y despierta mojada una vez más. No se siente libre o aliviada por saber que fue solo un sueño, entre humedad y olor rancio se queda colgada del techo, luego mira al costado. Y nada más. Siente las paredes encimársele cada minuto un poco más, y debe concentrarse hasta el dolor para convencerse de que no es así, de que es simple y lentamente ella la que se hincha como si fuera a estallar en algún momento para desparramar su totalidad tan infinitamente pequeña. ¿No es que sus tormentos son ella misma? ¿No es ella la encarnación del sufrimiento? Por momentos se hace imposible no definirla sin confundirla con el peor de los castigos. Ella no vive un infierno, ella es el infierno. Ella no tiene pena, ella es la pena misma. Quizás sean los únicos sentimientos claros que ella tenga de sí misma, más que nada porque no sabe definir la lástima, el encono o la impotencia en la que navega. Hay instantes paradójicamente extensos en los que sufre como si una trasmigración de millones de almas de cuerpos ajenos en sucesivas reencarnaciones le hubiera caído solo a ella.
Vuelve a soñar, mojando la almohada con lágrimas calientes, apretando los puños hinchados, retorciendo los pies fríos, con los ojos tremendamente rojos, sintiendo el corazón en cada parte de su cuerpo. Su pesadilla total le dice que ella misma es su corazón, que cada minuto es un latido lento con sonido ruidoso y lejano, que se va apagando como su vida. Entre su inverosímil contradicción y el pequeño espacio que la oscuridad le han dejado de conciencia viva, sale de la cama, se arrastra hasta el cajón con pastillas. No está despierta, tampoco completamente dormida. Hay algo en ella que la lleva hasta ahí. Siente que hay alguien que busca a su lado, ayudándola. Trata de reconocer a ese semejante con el tacto, con el ruido de su respiración, con el olor. Pero ya vencida, se rinde a saber quién es, pues tiene la terrible esperanza de despertar y encontrarse completamente sola en su habitación de pánico y tristeza para volver a soñar. Sus manos temblorosas siguen buscando, orientadas por la brújula del instinto. Encuentra el frasco a la vez que una mano extraña la toma de la cintura. No se resiste, no termina de despertar. Se siente en el aire, flotando, como si una fuerza sobrehumana la hiciera levitar, quitándole todo el peso del cuerpo. ¿Está soñando? Pasados unos segundos cae al suelo y se arrodilla ante su cama, apoya la cabeza con los ojos abiertos y la conciencia nuevamente cerrada. Abre el frasco con los dientes, siente el aliento ajeno en su nuca. Desesperadamente entierra en su boca un puñado de esas pastillas grises. Tantea buscando las que cayeron al suelo, tragando y sacudiendo la cabeza para atrás. El frasco vacío rueda por el piso, lentamente, casi sin ruido. María del Carmen entonces despierta del todo y comprende lo que acaba de hacer. Se entrega sin resistencia. Sola en su cuarto se enreda con su propio cuerpo. Se retuerce de un dolor indescriptible. Balbucea palabras a medias, hasta que la escena alcanza un silencio sepulcral. Su cuerpo, tendido en el suelo, encuentra la quietud y la calma. Su perro larga un alarido final, estirando el cuello y cerrando los ojos. La casa queda muda, el cielo negro sigue rodando, el farol sigue iluminando. Su último respiro, visible, le pone fin a una historia no contada jamás.
Todo terminó, los sueños, las torturas, los latigazos, ya no son siquiera un recuerdo. María del Carmen no está allí para sufrirlo. Ella se ha ido con el peso de su alma cargada a otra parte. No sabe exactamente cuándo o cómo, pero sus días han terminado para siempre. El cuerpo relajado yace entre la doble oscuridad de las paredes y la muerte. La luz al final del túnel es inalcanzable. La voz de sus padres guarda un alivio pasajero que busca rescatarla de su vieja vida para que ella misma pueda parirse y darse a luz entre tanta oscuridad. Pero la mujer ya no tiene fuerzas, es piel y huesos inertes, y el túnel y la luz no le parecen propios. Ya muerta se deja morir otra vez, dejando que las esquirlas del proceso la desintegren. Y desaparece del túnel, la luz se apaga junto a las voces queridas, el cielo deja de rodar, transformándose ella en polvo. Una brisa tan similar a aquella que la estremecía y le daba fe, ahora la mezcla con la nada absoluta, haciéndola invisible, separando cada partícula de su ser en el aire limpio y puro. Ya no puede sentirse, ya no puede soñar, ya no piensa ni se agita. Ya no sufrirá nunca más.

La mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver

El uso de los alucinógenos puede equipararse a las prácticas ascéticas: son medios predominantemente físicos y fisiológicos para provocar la iluminación espiritual. En la esfera de la imaginación son el equivalente de lo que son el ascetismo para los sentidos y los ejercicios de meditación para el entendimiento. Para ser eficaz el empleo de las sustancias alucinógenas ha de insertarse en una visión del mundo y del trasmundo, una escatología, una teología y un ritual. Las drogas son parte de una disciplina física y espiritual, como las prácticas ascéticas.
Las drogas no son fines sino medios. Si el medio se vuelve fin, se convierte en agente de destrucción. El resultado no es la liberación interior sino la esclavitud, la locura y no la sabiduría, la degradación y no la visión. Esto es lo que ha ocurrido en los últimos años. Las drogas alucinógenas se han vuelto potencias destructivas porque han sido arrancadas de su contexto teológico y ritual. Lo primero les daba sentido, trascendencia; lo segundo, al introducir períodos de abstinencia y de uso, minimizaba los trastornos psíquicos y fisiológicos. El uso moderno de los alucinógenos es la profanación de un antiguo sacramento, como la promiscuidad contemporánea es la profanación del cuerpo.
La acción de los alucinógenos es doble: son una crítica de la realidad y nos proponen otra realidad. El mundo que vemos, pensamos y sentimos aparece desfigurado y distorsionado; sobre sus ruinas se eleva otro mundo, horrible o hermoso, según el caso, pero siempre maravilloso. (La droga otorga paraísos e infiernos conforme a una justicia que no es de este mundo, pero que, indudablemente, se parece a la del otro según lo han descrito los místicos de todas las religiones.) La visión de la otra realidad reposa sobre las ruinas de esta realidad. La destrucción de la realidad cotidiana es el resultado de lo que podría llamarse la crítica sensible del mundo. Es el equivalente, en la esfera de los sentidos, de la crítica racional de la realidad. La visión se apoya en un escepticismo radical que nos hace dudar de la coherencia, consistencia y aun existencia de este mundo que vemos, oímos, olemos y tocamos. Para ver la otra realidad hay que dudar de la realidad que vemos con los ojos.
David Hume decía: “Nada cierto podemos afirmar del mundo objetivo y del sujeto que lo mira, salvo que uno y otro son haces de percepciones instantáneas e inconexas ligadas por la memoria y la imaginación. El mundo es imaginario, aunque no lo sean las percepciones en que, alternativamente, se manifiesta y se disipa”. Agrega: “When I view this table and that chimney, nothing is present to me but particular perceptions, which are made with all other perceptions”.
Lo que llamamos realidad no son sino “descripciones del mundo, pinturas”. Estas descripciones no son más sino menos consistentes e intensas que las visiones del efecto de la alucinación en momentos privilegiados. El mundo y yo: un haz de percepciones percibidas (¿emitidas?) por otro haz de percepciones.
La consecuencia son los escépticos. Como tal, usan la razón para mostrar las insuficiencias de la razón, su sinrazón secreta. La sinrazón de la razón, la incoherencia, aparecen también en la crítica de la razón. Para no contradecirse el escéptico tiene que cruzarse de brazos, resignarse al silencio y a la inmovilidad. Si quiere seguir viviendo y hablando debe afirmar, con una sonrisa desesperada, la validez no-racional de las creencias.
La función del humor no es distinta de la de las drogas, el escepticismo racional y los prodigios: Los brujos del humor se proponen a través de estas manipulaciones romper la visión cotidiana de la realidad, trastornar nuestras percepciones y sensaciones, aniquilar nuestros endebles razonamientos, arrasar nuestras certidumbres, para que aparezca la otra realidad.
El mundo de todos los días es el mundo de todos los días. Pero la otra vida está aquí. Sí, allá está aquí, la otra realidad es el mundo de todos los días. En el centro del mundo de todos los días centellea, como el vidrio roto entre el polvo y la basura del patio trasero de la casa, la revelación del mundo de allá. ¿Qué revelación? No hay nada que ver, nada que decir: todo es alusión, seña secreta, estamos en una de las esquinas del cuarto de los ecos, todo nos hace signos y todo se calla y se oculta. No, no hay nada que decir.