viernes, 18 de enero de 2008

Mi corazón

Gracias Albertito Verenzuela por encontrar en "Mi corazón" la melodía a primera vista.

Estático, como una piedra ancestral en medio del desierto. Gastado por el viento añejo, los soles y las lluvias. Abandonado por quien sabe quién. Solitario entre tanta soledad. Triste, mudo, helado a veces, hirviente de dolor otras tantas. Estéril, inútil, macizo y pesado. Inexorablemente en pena, aullando hacia adentro, sordo, ciego, sin lengua. Decapitado, en coma profundo, perdido, olvidado una y mil veces. Ensombrecido hasta la exageración y luego iluminado hasta el fuego. Sin lágrimas. Sin mañana. Fundido, mucho más que roto, acabado, desahuciado, sin reflejos. Inerte, mezcla de velorio y entierro, desconsolado, sin tercer o quinto día de resurrección posible. Rasgado, gastado y llevado a su mínima expresión. De algarrobo milenario o arena o sal. Opaco, endeble, enfermo por opción, hundido por naturaleza, nacido por error, sin alma. Enfrascado, artificial, de gris a negro. Podrido, mal parido, torcido. Una brasa apagada. Sin signo, sin cielo, estrellas ni lunas. Encerrado, ahogado, vegetando. Esperando esperar un milagro, aferrado a la punta de una esperanza mil años retrazada. Así muriendo vive hoy mi corazón, tocando fondos insospechables.

No tan distintos

Alrededor de la mesa cuatro inodoros. Sobre la mesa sólo papel higiénico. Ya enchufado, un artefacto que despide aromas del bosque. La tradición dice que hay que juntarse al mediodía y a la noche… a cagar. No es muy común en esta civilización que alguien se siente sobre el trono sin ganas, aunque a veces pasa. Entendamos que algunas costumbres aquí son exactamente contrarias a las nuestras. Uno se encierra en el baño a comer, y se junta con los demás para cagar.
Expongamos de dónde viene esta tradición: Hace miles de años la gente de estas latitudes comía y cagaba delante de los demás sin el menor pudor. En esta civilización se veneraban a varios Dioses, uno de ellos se llamaba Mércoles, el cual se ocupaba de asuntos como la buena digestión, la cura de empachos y hemorroides. Cerca del año novecientos antes de Cristo, hubo una pandemia que arrasó con gran parte de la población. Los pocos hombres y mujeres que quedaban sanos se juntaron un miércoles y marcharon al templo de Mércoles. Prometieron que si se salvaban del mal y nadie más enfermaba, cumplirían a cambio con el sacrificio práctico de comer aislados y sólo juntarse para cagar. Se agregó también en el paquete de promesas que el día miércoles fuera día de descanso para los trabajadores y además, aquellos que nacieran los primeros miércoles de cada año, serían privilegiados con poderes de clarividencia. Lo cierto es que luego de las promesas nadie más enfermó. Como toda la sociedad tenía la palabra empeñada y tenía miedo de que si alguien quebraba la promesa hubiera más muertes, nadie más osó probar bocado sino estaba en la más completa soledad. Lo que nunca cambió fue el hecho de juntarse para cagar. Al fin y al cabo, había que juntarse. Esta promesa religiosa fue una de las pocas que no cayó en la secularización del paso del tiempo.
Los siglos fueron pasando, los estómagos se fueron acomodando y es el día de hoy que alrededor del mediodía la gente tiene ganas de cagar tal cual ocurre antes de irse a dormir. Tan solo a los más pequeños se les permite por una cuestión de necesidad natural y falta de educación ser alimentados delante de otros. Generaciones muchas han tenido que pasar para lograr que en estos días la gente no se avergüence por malos olores que despidieran, ruidos, y caras de fuerza.
Comer entonces pasó a ser un hecho estrictamente privado, y aunque todos sabían desde el principio que era una necesidad fisiológica ineludible, el acto debía realizarse sin la presencia de testigos para no enojar a Mércoles.
Es el día de hoy que se puede ver en esta sociedad cómo la gente va a cagar a lo de los amigos, las mujeres preparan una velada romántica con inodoros lustrados y velas para seducir a los hombres. Cuando se habla de alguien a quien nada le importa, se dice que “se come en todo”, lo que en nuestros pagos vendría a ser “se caga en todo”; también la relación ocurre con frases como “andá a comer”, “sos un merco”, “qué comida” si algo asle mal y todo cuanto nos podamos imaginar.
Los “cagants”, locales destinados para reuniones sociales, cobran el servicio de inodoros, limpieza, la mesa para apoyar los codos -y de paso cubrir las partes íntimas- y el uso de papel higiénico y revistas. Hay, desde ya, cagants más exclusivos que otros, con inodoros de distinto material, revistas más viejas o más actuales, papel higiénico con dibujos de huellas de perritos, más suaves o más ásperos y el opcional de espejos. Es de muy mala educación ocupar la mesa de un cagant por más de media hora. El servicio se paga aunque no se cague. No es indigno trabajar en estos lugares limpiando las paredes de los inodoros o soportando olores. Según testimonios de trabajadores del rubro, los familiares de quienes trabajan en cagants creen que allí se caga bien.
En un principio los pedos en la mesa no eran bien vistos, como para nosotros no está bien visto eructar. Pero con los años la gente debió aprobarlos ya que en ese contexto eran inevitables. Un eructo es un noventa y nueve por ciento eludible, no así los pedos. En eso estamos de acuerdo, ¿no?
Con los avances tecnológicos que se han logrado, los olores son casi imperceptibles. Pero no menos cierto es que sólo algunos pudientes acceden a esta posibilidad. Aparatitos que se colocan en el interior del inodoro pueden absorber cualquier olor en no más de cinco segundos, comidas enlatadas que a lo largo del proceso digestivo van adquiriendo olores agradables; y, para los menos pudientes, mantas húmedas con perfume a lavanda que se colocan sobre las piernas. De todas maneras nunca falta la gota de loción bajo las fosas nasales o la quema de algún diario.
Para aquellos que ya se preguntan cómo es el sistema de eliminación de residuos físicos, la explicación es simple: cada inodoro es portátil o se pone y se saca de la mesa en un santiamén, ya que el peso de los inodoros es menor al de los nuestros. Algunos tienen una perilla similar a la que usan los colectiveros para abrir las puertas del móvil, otros tienen un botón. Pero cada vez más se usa los digitales. Accionar estos botones o perillas hace que de los bordes superiores del asiento se expela una especie de talco gris que cubre todo lo que dentro del inodoro se encuentre y logra endurecerlo –si hiera falta claro- rápidamente. En la base del inodoro hay una especie de compartimiento plástico del tamaño de una caja de zapatos, la cual tiene un mango pequeño para asirla y tirar en un cesto hermético las heces. Cada inodoro es personal, salvo excepciones de urgencia, y nadie puede limpiar el inodoro de otro. Es condenable el hecho de tener el inodoro sucio o tirado en cualquier lado. El inodoro se deja siempre dentro de la habitación de cada uno con un trapito colgado del ganchito que viene de fábrica (que puede estar a la izquierda o la derecha según sea uno zurdo o no). Por una cuestión de frecuencia, se puede orinar en el inodoro propio o en uno prestado, en la mesa o en soledad.
Siguiendo con las costumbres familiares, los niños son castigados severamente si no cumplen con al menos el intento de lograr alguna hez. “A la cama sin cagar”; “Si no cagás viene el cuco”; “Si siguen sin comer, vos y tu hermano no ven televisión por un mes”, son frases que se escuchan muy a menudo entre padres que se sienten frustrados por la falta de ganas de defecar de sus hijos. “Doctor, el nene no me caga” es un programa radial que está primero en el ranking en el horario de dos a cuatro de la tarde.
Para fechas especiales como cumpleaños, casamientos, aniversarios, la gente trata de no cagar por dos o tres días antes de la fecha ya que los homenajeados se sienten halagados por quienes cagan mucho y, en contrapartida, es de muy mala educación no “cagarles la fiesta”, como se dice vulgarmente. Es realmente muy bonito el decorado que se hace alrededor de los inodoros, generalmente con volados, de los cuales uno puede agarrarse si la situación lo requiere. La variedad de clases de papel higiénico sobre las mesas es infinita. La música para esos momentos es siempre suave, a veces puede escucharse jazz. Por lo demás no hay diferencias a nuestras fiestas. Es cierto que no tienen inodoro frío o caliente, entrada ni postre. La gente va y caga, nada más. Comen en sus casas, en soledad, a veces turnándose el mismo baño o usando cada uno su baño personal según las posibilidades de cada familia.
Tener hambre en la vía pública es todo un problema. Uno puede aguantar pero todo tiene su límite. Así como existen nuestros restaurantes, ellos tienen sus “comederos”, destinados al encierro de quienes ya no aguantan la desesperación por comer. La única condición es comprar la comida en el lugar. Una vez que se ordena el plato, vianda, sándwich, o lo que fuere, al apurado se le da un ticket que debe entregar a un empleado que está parado en la puerta del privado. Recién allí puede ingresar y comer. Los lavabos, de más está decirlo, se utilizan antes de pasar al baño, luego el cliente se retira sin demasiados agradecimientos. El encargado del sector limpia la sillita y la mesa del individual dejando el lugar en condiciones para el próximo usuario. También aquí son mayoría los que se niegan a dejar la propina en la lata.
Comer a escondidas tiene sus riesgos. En los campings libres, en las casas de parientes o suegros y en los micros de larga distancia es realmente incómodo y vergonzante ser descubierto comiendo. No es que sea penado por la ley, pero ocasiona un momento desagradable para el que come y gracioso e incómodo a la vez para quien descubre.
No está bien que uno se levante de la mesa hasta que no hayan cagado todos, situación por la cual surgen peleas eternas. Se dice que el dicho “donde se come no se caga” tiene su origen en tiempos remotos de esta sociedad. Se han encontrado cavernas antiquísimas con esta frase grabada a fuego.
El hecho de comer a solas significa que las felicitaciones para el asador o la cocinera se hagan en forma tardía. Aunque la famosa expresión “un aplauso para el asador” puede oírse en aquellas casas que cuentan con baños para todos y la familia se separa completa a la vez para comer. Todos felicitan al cocinero a los gritos, y comentan a favor o en contra de su mano para asar. Cuando el baño en la vivienda es uno solo, comer en primer lugar es un privilegio que tiene solo el que cocina. Imaginemos el trastorno que es esto para las familias numerosas. Es usual que en todas las casas se cuelgue un almanaque en el baño para ir marcando el orden en cada comida y así poder ir rotando. Generalmente las damas tienen la prioridad, aunque esto es relativo según la familia.
Si bien cuesta creerlo, esta sociedad realmente existe, y aunque seamos iguales en todos los aspectos de la vida salvo en lo que se trata de ingerir o eliminar alimentos, parece imposible que podamos convivir con ellos.

Todos cagamos, todos comemos. Todos nos juntamos, todos nos encerramos. Lo que nos diferencia es apenas la social decisión arbitraria de cuándo compartir la entrada y cuándo la salida de alimentos.

Gota

Recorre el vidrio en zigzag eléctrico
Como serpiente que huye.
Fresca, limpia, abriendo camino,
Se sabe única y de corta vida.
Busca unión en otras para ser más.
Esquiva en instantes,
Veloz, impulsiva, transparente.
El viento la empuja y se sostiene
Con manos invisibles para no caer.
Muda, ciega, sorda, segura de sí
Se detiene de una vez cansada.
Azulada por una luz que la atraviesa,
Rendida al calor pierde su figura
Vuelve al cielo su alma y espera nacer
Para caer limpia, sin recuerdos, instintiva,
Perfectamente imperfecta.
Un amor nunca desaparece;
Como la gota,
cambia su forma para durar.

El beso

La miró firmemente. Dejó de lado todos sus miedos adolescentes, en un instante de valentía inédita, inexperimentada. La tomó de la mano, entre las suyas. Ella permanecía con la mirada hacia otro lugar, como quien busca evadirse de un desenlace inexorable. Ella también tenía miedo. Temblaba y su corazón acelerado le hacía pensar que ya era el momento, a pesar de lo difícil de la escena. No se miraban, no se hablaban. Ya estaba todo dicho. Sentados en ese banco verde el tiempo tomó un ritmo ajeno al de todos los demás. La punta del pié de él intentaba dibujar en el suelo formas simétricas que sólo excusaban su quietud. La respiración de ella era parejamente profunda, sus manos sudaban a pesar del frío azul.
Era invierno, los árboles bailaban mientras el sol se iba apagando. Los pájaros cansados volvían a sus nidos. Una pareja pasó y los miró, mostrando una sonrisa nostálgica. A unos pasos de ellos se detuvieron y se besaron dulcemente. Antes de seguir camino volvieron a mirarlos, sonrieron y se marcharon abrazados.
La situación debía concluir.
Él le acarició una mejilla con el revés de su mano derecha. Ella giró su rostro hacia él, mirándole los labios. Era el momento. Sostuvieron las miradas en las bocas. Se acercaron de una manera impulsiva al comienzo para luego ceder paso a la lentitud que ella proponía. Sus labios se rozaron, hasta apoyarse firmemente y liberar la tensión. Luego se abrazaron, preguntándose qué vendría después. Hubo un vacío inexplicable. No había palabras, no las necesitaban. Volvieron a besarse una y otra vez hasta que sus bocas cansadas se alejaron.
Él tenía dieciséis, ella catorce. Sabían que ya nada sería igual a partir de esa tarde. Sabían que pasara lo que pasare esa tarde sería eterna e inolvidable. Se amaron sin saberlo, sin quererlo quizás. Luego de un largo rato se marcharon de la mano. No hubo palabras que arruinaran la pintura. Se despidieron en una esquina oscura, ella corrió hasta perderse entre unos tilos. Él la miraba, conteniendo un grito de alegría que infló su pecho de varón. La noche ya era oscura, sus venas hinchadas eran testigos de su emoción indescriptible. Esa noche, cada uno en su cama, asumiendo el quiebre en sus vidas, pensaron y revivieron el momento una y otra vez hasta alcanzar el sueño.
Al día siguiente marcharon juntos hacia la escuela, besándose en cada esquina. Unas cuadras antes de llegar se soltaron las manos sin decir nada. Ella caminó hasta sus compañeros, él hacia los suyos. No dejaron de pensarse ni por un instante. Se sentían diferentes a los demás, más maduros, con cierto aire de adultez espontánea.
Tan solo un beso, el beso, sería final y principio en sus vidas.