jueves, 27 de marzo de 2008

Ángel y demonio

Hubo una vez un ángel que lo acompañó sobre su hombro derecho. Supo haber al mismo tiempo un demonio que le acosó el oído izquierdo. Muchas veces, a pesar del claro susurro izquierdo, creyó que quien lo aconsejaba era el ángel. Su confusión rara vez se dio al revés. Cuando quien le hablaba era el ángel casi nunca dudaba de sus palabras, tomándolas como aciertos que debía atender. Pero muchas veces el demonio lo engañaba, endulzándolo con juegos de palabras que lo llevaban al error inexorable, creyendo que las argumentaciones provenían del angelito celeste.
Así vivía Abel, consultando con el ángel a veces, oyendo al demonio otras. Casi siempre ángel y demonio terminaban a los gritos. Su cabeza, aturdida, finalmente trataba de aceptar los consejos del lado derecho. Abel siempre se preguntó porqué el ángel se situaba a la derecha, como sinónimo de que lo derecho fuera lo esperadamente correcto y lo proveniente de su lado izquierdo fuera lo impulsivo, condenable e impuro. Se preguntaba también si era paradójico que el corazón estuviera del lado izquierdo o si esto confirmaba que el corazón atenta contra lo derecho y por lo tanto debe ser reprimido.
Más de una vez el ángel se quedaba dormido, y alcanzaba sueños tan profundos que podía dormir por semanas. Al despertar, el ángel se encontraba con situaciones que reprochaba a Abel, dejándole la oreja del color de un tomate. El diablo, que no pegaba un ojo nunca, sabía imitar la voz del ángel, y se dedicaba a perjudicarlo en cuanta oportunidad se le presentara. Otras veces, al verlo dubitativo, simplemente le daba a Abel el empujón necesario para tomar coraje y decidir según sus impulsos. Si había una palabra que al diablo le provocaba satisfacción, era la palabra “impulso”. Su posición al respecto era tajante: “Uno debe seguir sus impulsos, es la única manera de sentirse completo. Nada de culpas posteriores o planteos de arrepentimiento. Uno es uno solo y la mirada de los demás no cuenta. Lo que uno quiere hacer debe hacerlo, más allá de las consecuencias. Lo contrario lo hace a uno desdichado, inferior.” En este sentido consideraba a los animales una raza superior al hombre, con sentidos más agudos, actuando por instintos, matando y muriendo sin preguntarse jamás “por qué”.
Abel confiesa que se ha engañado en no pocas oportunidades, sosteniendo que quien le hablaba era el ángel, pero sabiendo en el fondo de la cuestión que era la voz del de colorado la que lo guiaba. Acepta además haber amordazado alguna vez al ángel, vedando su lengua para no escuchar lo que no quería escuchar. Luego, cuando le soltaba la lengua sus sermones eran interminables, al punto que esperaba a que Abel se durmiera para despertarlo a los gritos. La palabra preferida del ángel era “culpa”. Muchas veces le repetía, luego de haber sido testigo de algún acto pecaminoso: “Debes repetir `Es mi culpa…es mi culpa…es mi culpa…´ unas cien veces, eso te aliviará”. Y él lo hacía, y muchas veces perdía la cuenta porque las carcajadas del diablo lo distraían. “Ya es tarde”, le decía el diablo entre risotadas, “lo hecho hecho está”. Y el ángel le contestaba por detrás de su nuca. Y el diablo, que siempre tenía respuesta, no se quedaba atrás.
Pobre Abel. Hubo un día sobre su mollera una gran discusión entre ángel y demonio que por poco y termina en un manicomio. Fue la primera vez que vio al ángel ponerse completamente rojo, furioso, a punto de blasfemar. El diablo, que sabía que iba ganando la contienda con comodidad, no hacía más que burlarse de él y apuñalarlo con ejemplos de porqué los ángeles eligen siempre el camino equivocado al momento de ayudar. A los gritos, el ángel le ordenaba silencio, le hablaba en una lengua extraña y provocaba en el diablo más serenidad, más ironías, sarcasmos, soberbia. En un momento de la disputa el diablo se puso a cantar y a bailar obscenamente, gesticulando, gritando barbaridades, como quien goza con carne y huesos de una victoria inminente. Los ojos de Abel iban de un lado al otro, dibujando en el aire una medialuna horizontal. Luego de horas, su cabeza estaba a punto de estallar. Siempre que las reyertas llegaban a este punto trataba de dormir, o se metía bajo la ducha, lo cual parecía molestarle a ambos, generando al menos una pausa en estas luchas intensas. Pero esta vez no había caso, se gritaban mutuamente, cada uno sosteniendo lo suyo. Y Abel ahí, en el medio, literalmente en el medio. Esa vez tenía que poner fin a la situación de cualquier manera. Trató de hablarles, darles la razón a ambos parcialmente. Pero lo obligaban a callar y obedecer. El ángel le reprochaba con rencor actitudes pasadas, acusándolo de no ver la verdad y el camino correcto. El diablo lo tentaba con propuestas concretas, aprovechando sus debilidades.
Entonces Abel explotó.
Por primera vez logró callarlos de un solo grito. Ahora iban a escucharlo. Al menos por un minuto, pero iban a tener que escucharlo. Y con lágrimas en los ojos les rogó que lo dejaran en paz. De rodillas se los suplicó. Al diablo este gesto no le agradó en lo más mínimo, pero al ver su rostro desencajado, optó por no emitir sonido. “Ya, aléjense de mí. Así no puedo vivir más, entre los impulsos y la culpa. Entre el instinto y el arrepentimiento posterior. Entre lo que debo y lo que quiero. Se los suplico, ya váyanse. ¿Acaso no se dan cuenta de lo infeliz que me hacen? Quiero que se vayan, no los quiero más en mi vida”. En ese instante el diablo le levanto el brazo izquierdo y colocó en su mano un revólver cargado. Le dijo con una sonrisa “¿quieres la solución a tu desdicha?, pues aquí la tienes”. El ángel, con cara de espanto, le suplicó a Abel que no lo hiciera, que si cometía la locura de quitarse la vida le estaría entregando su alma al diablo, pero reconoció a la vez que no había salida a esta encrucijada, que debía vivir hasta el final con ambos sobre su cabeza. El diablo, con voz tranquila, paciente, lo inducía a apretar el gatillo y Abel, para ver la reacción del ángel, se llevó el caño a la sien. “No lo hagas”, le suplicó al ángel, y agregó: “No puedo prometerte mi silencio a partir de hoy si no lo haces, lo siento, pero si lo haces…” y en ese instante, no sé si por error, por impulso o por qué Abel apretó el gatillo. Un ruido seco, que duró en su eco unos cuatro segundos, sacudió la habitación. Y mientras su cuerpo temblaba en el suelo, Abel veía cómo el ángel y el demonio se alejaban cada uno por su lado, dándole la espalda. Vio cómo el ángel atravesó el techo como si fuera éste una nube, ascendiendo entre lágrimas y sollozos. El diablo, en cambio, se posó sobre un retrato y desde allí se quedó mirándolo a los ojos, con una sonrisa casi invisible. El cuerpo de Abel ya no se movía. Sus ojos rojos, que de a poco se iban cerrando, empezaban a sentir un calor indescriptible que se iba extendiendo hasta sus pies. Se miraron hasta el final, mientras el corazón de Abel perdía fuerza y el diablo se hinchaba de satisfacción.
Una vez muerto Abel, el diablo saltó hasta el cuerpo, quedando ambos rostros frente a frente. Luego de unos instantes el diablo abrió sus elásticas y enormes fauces para lentamente tragarse el cuerpo entero de Abel. Al cabo de unos minutos los dos cuerpos fueron uno solo, y el diablo, orgulloso de su victoria, desapareció por un hueco que había en el suelo.
Y yo, que miraba todo desde una ventana, me persigné y pedí perdón por todos mis pecados.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho esta forma de interpretar la dualidad del mundo materno en el que vivimos. gracias por este momento tan emocionante. Luciano Gabriel