viernes, 18 de enero de 2008

El beso

La miró firmemente. Dejó de lado todos sus miedos adolescentes, en un instante de valentía inédita, inexperimentada. La tomó de la mano, entre las suyas. Ella permanecía con la mirada hacia otro lugar, como quien busca evadirse de un desenlace inexorable. Ella también tenía miedo. Temblaba y su corazón acelerado le hacía pensar que ya era el momento, a pesar de lo difícil de la escena. No se miraban, no se hablaban. Ya estaba todo dicho. Sentados en ese banco verde el tiempo tomó un ritmo ajeno al de todos los demás. La punta del pié de él intentaba dibujar en el suelo formas simétricas que sólo excusaban su quietud. La respiración de ella era parejamente profunda, sus manos sudaban a pesar del frío azul.
Era invierno, los árboles bailaban mientras el sol se iba apagando. Los pájaros cansados volvían a sus nidos. Una pareja pasó y los miró, mostrando una sonrisa nostálgica. A unos pasos de ellos se detuvieron y se besaron dulcemente. Antes de seguir camino volvieron a mirarlos, sonrieron y se marcharon abrazados.
La situación debía concluir.
Él le acarició una mejilla con el revés de su mano derecha. Ella giró su rostro hacia él, mirándole los labios. Era el momento. Sostuvieron las miradas en las bocas. Se acercaron de una manera impulsiva al comienzo para luego ceder paso a la lentitud que ella proponía. Sus labios se rozaron, hasta apoyarse firmemente y liberar la tensión. Luego se abrazaron, preguntándose qué vendría después. Hubo un vacío inexplicable. No había palabras, no las necesitaban. Volvieron a besarse una y otra vez hasta que sus bocas cansadas se alejaron.
Él tenía dieciséis, ella catorce. Sabían que ya nada sería igual a partir de esa tarde. Sabían que pasara lo que pasare esa tarde sería eterna e inolvidable. Se amaron sin saberlo, sin quererlo quizás. Luego de un largo rato se marcharon de la mano. No hubo palabras que arruinaran la pintura. Se despidieron en una esquina oscura, ella corrió hasta perderse entre unos tilos. Él la miraba, conteniendo un grito de alegría que infló su pecho de varón. La noche ya era oscura, sus venas hinchadas eran testigos de su emoción indescriptible. Esa noche, cada uno en su cama, asumiendo el quiebre en sus vidas, pensaron y revivieron el momento una y otra vez hasta alcanzar el sueño.
Al día siguiente marcharon juntos hacia la escuela, besándose en cada esquina. Unas cuadras antes de llegar se soltaron las manos sin decir nada. Ella caminó hasta sus compañeros, él hacia los suyos. No dejaron de pensarse ni por un instante. Se sentían diferentes a los demás, más maduros, con cierto aire de adultez espontánea.
Tan solo un beso, el beso, sería final y principio en sus vidas.