sábado, 25 de octubre de 2008

El viejo Paraíso

Me habían comentado de aquel viejo. Según recordaba la versión, era alto, muy delgado, cara huesuda, cadavérica. Era canoso me habían dicho. Vestía casi siempre igual, zapatos negros, pantalones grises y camisa negra. Un día me decidí a visitarlo. Tenía una noción demasiado vaga de dónde vivía, pero eso no me detenía a buscarlo. En todo caso, algún vecino habría de conocerlo sin dudas.
- ... ¿Pero lo conoce señora?
- Le digo que sí, joven. El viejo está loco, en estos últimos años rara vez se deja ver, dicen que anda de noche, a escondidas. ¿Cómo se atreve a acercarse a el? Acaso usted también...
- Pues nada, dígame por favor dónde encontrarlo.
- Camine hasta la plaza, allí gire a su derecha y a mitad de cuadra, pasando el almacén de Vitorio verá un pasillo muy largo. En el fondo vive el viejo. Tenga cuidado, se comenta que...nada.
La vieja se persignó, sacó unas monedas del monedero ajado y se esfumó entre los árboles.
Caminé acelerado siguiendo las indicaciones. La plaza, el almacén y finalmente el pasillo. Al final de cuentas encontrarlo fue tarea fácil.
Ya en la entrada del pasillo, desde la vereda, se escuchaban martillazos, como quien trata de alisar una chapa o doblar un fierro duro. Me detuve unos minutos a pensar. Prendí un cigarrillo y me apoyé en un paraíso pelado. Recordé que en la puerta de la casa de mi niñez también había un paraíso. Pero este era mucho más alto, su tronco era fuerte y ancho. Me pregunté por primera vez porqué lo habrían llamado paraíso.
No pasaban autos, la tarde clara se iba haciendo noche gris. Era ese momento tan horrible del día, espantosamente indefinido, dudoso, agónico. Realmente quería saber. Si mi impulso me había llevado hasta allí, debía juntar coraje y entrar. Para hacer tiempo y para organizar mi cabeza, caminé hasta la esquina, hice círculos, esquivaba las líneas del suelo, jugaba, me distraía. Un olor a tostadas me hizo retroceder veinte años en el tiempo. Me vi en un recuerdo patente frente al televisor, tazón de plástico repleto de café con leche, útiles escolares. Fue un segundo en el reloj mundial, fueron más en mi cabeza, sin dudas. Volví. ¿Realmente quería saber? ¿Me abriría la puerta aquel viejo aparentemente demente? Algo me hacía tenerle fe. O esperanza más que fe. Era cerrar un asunto perpetuo, darle una condena final a este juicio elástico. Voy a entrar, me dije, acariciando el paraíso de la puerta como quien da un saludo.
Caminé ese pasillo oscuro sin mirar a mis costados, ubicando la mirada en un punto fijo, al final de todo. Los martillazos habían cesado. La casa del viejo estaba separada del pasillo por una reja desencajada, oxidada. No había timbre. Golpeé las manos, con la cabeza gacha, agudizando los oídos como preparándome para salir corriendo si era necesario. No salía el viejo. Me imaginé que me estaba apuntando con un rifle desde algún hueco de la casa. Quise escapar mas no pude. La fuerza interior me hizo quedar. No era intriga, no era curiosidad, era una necesidad existencial, algo fuerte, inevitable. Necesitaba saber.
Luego del tercer intento su voz grave pero gastada se escuchó:
-¿Qué busca?
-Realmente necesito hablar con usted. Me han comentado que usted sabe acerca de cuestiones que para mí son cruciales. Por favor...
Mi súplica se hizo notar en cada palabra, en cada letra. Estaba pálido, temblando de una manera eléctrica, como nunca antes. Hubiera debido comenzar por “disculpe la molestia” o algo similar, pero en ese momento fui al grano, no pensé.
La puerta se abrió. Sin embargo el viejo no se dejó ver. Hizo como si la puerta lo obedeciera. Como si se hubiera abierto sola.
-Pase. Me dijo.
Corrí la reja, la apoyé en un costado. Esquivé unas latas con agua. Recordé en ese momento que el viejo era reconocido también por verse rodeado de muchos perros. Sin embargo en la casa no vi ninguno.
Entré. El lugar era oscuro y parecía muy sucio. Me quedé ahí parado, a centímetros de la puerta. El viejo no aparecía, ni hablaba, ni se hacía notar. Pasados unos minutos, su voz se volvió a hacer presente.
-¿Usted quiere saber?
-Sí, señor. Usted sabe algo que yo necesito saber.
-Es usted muy joven para andar buscando estas respuestas. El tiempo lo irá llevando hasta saber sin que yo le diga. Puede ser eso hoy, mañana o en años...
-Puede ser, el tiempo es sabio y muchas veces se distrae y enseña. Pero en verdad su sabiduría es bastante dañina, implacable. No quiero esperar, no puedo. Cada día sin saber para mí es una tortura. Quiero terminar con esto. ¿Sabe usted lo que la gente dice? Que usted está loco. En el fondo yo no lo creo. Pareciera que en cada ámbito debe haber un loco, un diferente, alguien a quien tenerle lástima y miedo a la vez, alguien a quien subestimar, y a quien debemos ponerle nombre y apellido. En verdad creo que eso es una gran muestra de inseguridad, de creerse dueños de la razón, no razón en el sentido de verdad mentira, sino en un sentido cerebral, de cordura social. Imbéciles. ¿Me entiende?
-Perfectamente.
-Entonces...
El viejo suspiró. Seguía sin aparecer, sin mostrarse. Su voz me llegaba desde arriba. Al levantar la cabeza divisé que el lugar era de un solo ambiente y que las habitaciones eran biombos improvisados. Estaba muy cerca de mí entonces aquel veterano. Se hizo un silencio largo, como de diez minutos creo yo. Me animé a sentarme en un banco que estaba a mi derecha. La madera crujió como quejándose por el peso de mi cuerpo. Me quedé hipnotizado con el árbol que se dejaba ver detrás de una ventana. Habría un farol cerca, que quedaba fuera de mi vista, pues la luz de afuera era mezcla de una casi imperceptible luz natural y artificialidad. Los vidrios de la ventana estaban rotos, y daban una sensación de rompecabezas armado de aquel tronco centenario. Narcotizado por la imagen, completamente ido, empecé a volar. Me imaginé que todas las partes asimétricas del árbol traslucidas en los pedazos de vidrio roto, eran una metáfora perfecta del alma. El árbol afuera, duro y móvil, mortal, era el cuerpo. La imagen que dejaba ver el vidrio en su totalidad recortada, diferente, desprolija, profundamente indescifrable era el alma. Yo era Dios mirando.
-¿En qué piensa usted? Me dijo el viejo.
Yo estaba como soñando, transportado por las alas de la mente. Sin embargo lo escuché con claridad. Sabía qué hacía allí y no quería irme sin saber.
-En nada, señor. Sólo miraba por la ventana. A veces uno debe escaparse, siempre que haya adónde volver. Nadie escapa sin tener adonde regresar. Las rejas sirven para separarnos de algo, sino no tendrían sentido. Y no hablo solo de las rejas de hierro, hablo de...
-Comprendo, es suficiente.
-¿Va usted a decirme? Dije casi gritando. Mi tono no fue de su agrado, pues su voz se agravó, se aceleró sin perder la calma.
-Tranquilo, no se apure. Dijo.
-Cuando yo era niño, me encerraba bastante, sabe. Disfrutaba los momentos con lo básico de la visión infantil. Había colores, olores, sabores que hoy son solo recuerdos. Si se quiere, y si me permite, era feliz. No obstante, en el final del trago cotidiano, me quedaba ese gusto dudoso de quejas existenciales, de preguntas mal hechas. Como si en la superficie se me dejara ver como un humano normal, distraído, ciego al destino. Pero en lo profundo, en la oscuridad de mi cerebro apoyado en la almohada, había temores que se fueron convirtiendo en terror. Los momentos de felicidad se iban desdibujando hasta desaparecer. El tiempo no solo trae la barba...
-Acaso usted cree que sabiendo...
Lo interrumpí. Me sentí humillado por su duda. ¿No valoraba mi coraje? ¿Acaso cuánta gente había osado entrar a esa pocilga?
-No tengo dudas. Dígame por favor.
-Usted se da cuenta de lo que quiere saber entonces...
-Señor, siéntese frente a mí. No es una orden, desde ya -me retracté tratando de no despertar su ira-, es que verle el rostro le daría otro valor a sus palabras.
-Tranquilo, no se apure. Repitió.
-¿Sintió temor alguna vez? Le pregunté como para no perder el tren.
-Hace muchos años...Ya no recuerdo ese sentimiento. Pero esté tranquilo, usted no debe desesperar.
-¿Y libertad? ¿Se sintió realmente libre alguna vez? Yo creo que la libertad es un imposible. Es la madre de todas las utopías. Quizás su respuesta me libere, o me acerque a ese sentimiento tan inaprensible. No estoy seguro.
Otra vez el silencio. La noche ya era madura.
De repente un ruido. Como un paso sobre piso de madera. Luego otro ruido que reconocí. Era un martillazo sobre hierro, como los que escuchaba desde la vereda, casi apoyado en el grueso paraíso. La voz grave nuevamente:
-Joven, sirva dos vasos de vino. Sobre la mesada hay una botella abierta. En la segunda puerta encontrará un vaso y una lata. Sírvase en el vaso si gusta.
Obedecí sin pensar. Me disparé hacia esa botella verdosa, enana y llené hasta el borde los dos recipientes. Los coloqué sobre la mesa cuadrada y le acomodé una silla frente a mí. Nuevamente comencé a temblar. El viejo salió, lento, pensativo. Estaba impecablemente vestido, tal como me lo habían pintado. Me lo imaginaba más alto tal vez, por lo demás era como lo esperaba. Sus ojos eran de un color celeste espeso, opacos. Me miró fijo a los ojos y bebió de la lata. Luego la golpeó dos veces, signo de que quería más tinto.
-Usted quiere saber el día de su muerte, y yo se lo voy a decir.
Mi cuerpo se endureció, mis manos eran líquidas al igual que mi espalda y mi frente. Quise interrumpirlo. Me dio tiempo para eso adrede pero mi lengua fue de cemento. Bebí hasta el final el vaso aquel. Lo volví a llenar y como agua lo vacié nuevamente.
-Ese día es hoy joven. Nada podrá hacer para impedirlo. Solo le queda esperar. Lo siento.
Me quedé mirándolo, esperando una palabra más, un pero que no llegaba. Quise creer que ese viejo de mierda estaba loco de verdad, que yo estaba loco también por estar en ese lugar. No pude, le creí. Seguí bebiendo descontroladamente. Nos quedamos en silencio. El me miraba, como disculpándose. Abrí otra botella, y otra y otra. Estaba sordo ya, el árbol de la ventana no paraba de reír. Y yo ahí, muriéndome sin luchar, rendido a los pies del viejo y su verdad. Una verdad que busqué siempre y que luego de encontrarla no la pude soportar. A fin de cuentas, lo que me empujaba a buscar esa respuesta era que –no se porqué- me imaginaba mi muerte muchos años más adelante, de viejo. Bebí esa noche sin parar, por horas, dando crédito a las palabras del anciano. Antes de marcharme, el viejo me dio algo envuelto en papel que tomé entre mis manos. Era pesado el paquete. Atravesé ese pasillo oscuro sin rozar las paredes. Una vez en la vereda abrí el paquete, era una cruz de hierro con mis iniciales recién grabadas. Lloré. Levanté la cabeza buscando ver el paraíso. Y vaya si lo encontré.

2 comentarios:

Vanina dijo...

Lu

es genial.
tiene como historia, un enganche alucinante.
tiene una profundidad en cada palabra, que te pone junto a ese viejo, inevitablemente.
felicitaciones, por lograr transmitir tan bien las sensaciones.

qué interesante historia...

Leo dijo...

La experiencia es como un peine, mi hijo...lléga cuando ya no tenes cabello,... decía Ringo Bonavena...
Tú relato muy bueno, donde uno se transporta hacia un lugar con paz, armonia, recuerdos y sensaciones transcurridas en la vida...la valiosa experiencia que cada ser posee...

Te felicito por este escrito!!...
Leo