jueves, 13 de diciembre de 2007

Ido

Hoy es sábado, parece que mi vieja está preparando unos mates en la cocina, mi viejo camina por el fondo, y mi hermana lee algo en su cama. La cosa parece bastante normal. Enfatizo la palabra “parece” porque cada uno de nosotros sabe muy bien que esto no es así. Pienso que estamos todos muy cambiados, que hay varios cruces de opinión que antes no existían. Probablemente porque mi hermana y yo veíamos en nuestros padres la Verdad Absoluta, creo que sentimos cierta bronca por cosas que nos han pasado. Pero tal vez, por otra parte, sea un proceso normal del paso de los años. Como dice Sábato: "Los años, lejos de dañar la memoria, la fortalecen en esos recuerdos que nos marcan verdaderamente y discrimina esos recuerdos inútiles y vagos de la juventud”. O algo así.
No creo importante detallar esas cosas que nos han pasado, y estoy completamente seguro de que si hubiéramos remediado algunas de ellas, estaríamos hoy de la misma manera. Esto es lo que me hace pensar que todo esto sólo es una huella más del maldito devenir del tiempo. Ese tiempo que tanto me roba el tiempo.
Recuerdo una vez, de pibe, de muy pibe, no sé quién me dijo que todos en algún momento nos moriríamos, que eso era natural y que no había que lamentarse, ya que a todos sin diferencia alguna nos pasaría. Esa noche mi vieja estaba en la cocina de nuestra casa preparando algo para la cena, en ese entonces vivíamos en Wilde. Yo me acerqué y le pregunté sobre el asunto, confiando, como todo niño, en que mi madre me daría algo de alivio al respecto. Sin embargo no fue así. Con toda simpleza me dijo que sí, que todos nos moriríamos, porque así es la vida, con su principio y su final. Me quedé mudo. Era un chico, todavía, y se me ocurrieron luego de su fría respuesta miles de preguntas más, "¿Esto significa que en determinado momento no te volveré a ver? ¿Papá también se va a morir? ¿Yo también? ¿Y si me porto bien?” Pero no se porqué, nunca pude preguntarle. Ella, dándome la espalda siguió con lo suyo, y yo, inconscientemente salí corriendo hasta mi mesita de luz, abrí el cajón y saqué de adentro de una cartuchera verde que ya no usaba, algunos billetes y monedas que estaba juntando. Sin dudarlo regresé a la cocina y le dije que ya no lo necesitaba, que por favor lo aceptara, que quería hacerle ese “pequeño” presente. Sorprendida, me dijo: “Que vayamos a morirnos algún día no significa que no tengas que vivir mientras tanto, andá, guardate esa plata y sacate esas ideas de la cabeza.” Desde ese día no pude nunca dejar de pensar en la muerte, no sólo mi muerte, sino en La Muerte. Esto me ha hecho una persona melancólica, nostálgica, y hasta trágica muchas veces.


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Casualmente (¿casualmente?) hoy es sábado otra vez, hace bastante frío, pero igual está lindo. Parece uno de esos días de abril en los que el sol está impecablemente descubierto, pero cansado de tanto verano sólo tiene fuerzas para un calorcito de horno recién apagado. Mi hermana ya se fue a trabajar, hace un rato nomás, la noté un poco callada, como siempre en realidad. Ahora mi mamá descansa en su cama mientras mira alguna película del año del pedo y mi papá acomoda y tira unos papeles en el tacho de la cocina.
Hace un rato, cuando me levanté, serían las doce y media o la una. Fui directo a la cocina a tragar un poco de jugo y ahí estaban mis viejos, sentados, sin mirarse, con la tele, la bendita tele de fondo. Los miré y les dije –“Parecen dos potus.” A mi vieja no le gustó un carajo. A mi viejo no sé, un poco se rió, al rato empezó de nuevo con los papeles.
Puse un poco de música en mi habitación, prendí un pucho de esos que fuma mi vieja y así, sin nada en la panza, sin ganas de nada, me tiré en el piso casi en pelotas. Pensé un rato en anoche, en esta noche, en la que viene, y en la del lunes, y así hasta que me quedé otra vez dormido, ¡tan dormido! Me desperté y ya sonaba “Peace and love” de Sumo, tosí bastante, por un rato. Me acordé de aquel invierno del noventa y tres cuando fui a verlo a Ariel a su casa. Él era mi compañero de banco en la escuela, era más grande que el resto de los compañeros porque había perdido un par de años de estudio por problemas serios de salud. Empezó con nosotros en tercer año, le decíamos “el nuevo”, quizás durante mucho más tiempo del que realmente merecía. Me puse un pantalón, el que tenía a mano, aunque en realidad era tal el desorden que todo, absolutamente todo estaba a mano. Y ya camino al baño seguía pensando en esa tarde con Ariel, en su casa. Creo que yo había ido en bici, cantando “...pero el amor es más fuerte...”. Ahí estaba él, en una especie de cama que la madre le había armado en el comedor, frente a la televisión, donde estaba mirando unos videos del último álbum de Queen, Innuendo. Sus ojos estaban perdidos en algún punto invisible a mis ojos y a los de cualquiera, menos a los suyos. Recuerdo que él tenía miedo, estaba nervioso, la madre iba y venía, como siempre atendiéndolo en todo. Le decía que no era nada, que mañana verían al doctor no se cuánto y santo remedio. Ariel tenía los pies arriba de unos almohadones que Hernán, su hermano más chico, le había traído. Mojé la tapa del inodoro. Mi vieja me llama desde la pieza y me avisa por enésima vez que en el horno quedó pizza de anoche.-Ya sé má, ya sé...- Y no me acuerdo mucho de qué hablamos esa tarde, seguro de lo que estábamos viendo en la escuela, de Boca, no se. Pero debe haber algo muy poco racional en la manera en que uno selecciona los recuerdos, algo que tiene que ver más con el alma que con el cuerpo. De aquella tarde, hay algo que no pude olvidar nunca. Una prima de mi compañero, cuando me iba, me despidió con un "gracias por venir". Esa misma frase, unos meses después, me dijo alguien a quien no había visto nunca en el velatorio de Ariel. Voy al fondo, el perro está ahí, tirado al sol, ni se mosquea. Camino entre los ciruelos, entre las higueras, miro mi casa desde atrás, ¡Qué vieja está mi casa! Entro, siento tristeza por el recuerdo de Ariel, busco las llaves del auto y salgo, en el camino a la puerta escucho a mi vieja otra vez, y yo otra vez... ya sé má, ya sé...


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Hoy no me siento muy bien, para ser sincero tengo ganas de salir corriendo calle abajo, hasta que los pulmones se desarmen y mi corazón reviente en miles de pedazos. Me siento, veo una hormiga que recorre la mesa en una carrera hacia lo que para mí es la nada, pero que para ese ser tan inmensamente pequeño lo es todo. Estoy desesperadamente nervioso, tengo ideas que se empujan unas a otras y no puedo organizarlas ni por un instante. Las manos me tiemblan, siento el corazón como si lo tuviera en frente de mí, latiendo a rabiar pero dispuesto a detenerse en cualquier momento. Para calmarme abro un libro, es la página ciento veintidós y dice algo así: “...Y es allí donde el herido siente deseos de venganza. Pero las mismas circunstancias que lo empujan a vengarse son las que le impiden concretarla. Para vengarse de alguien hay que ejercer un poder. Muchas veces el amante despechado aguarda largos años un cambio en la situación, una modificación en los sentimientos del otro, y en los propios, que le permita situarse en una posición ventajosa. Si esto ocurre, si el dominado pasa a ser dominador, la venganza es posible. Pero entonces ya no es deseada.” Está bien. Ciertamente nunca tuve sed de venganza. Y coincido en que la venganza amorosa es imposible.
Respiro profundamente y organizo la relación entre mi cuerpo y el alma.
Ahora estoy un poco más tranquilo, el corazón acomoda el ritmo de a poco, como si buscara quedar regulando. Revuelvo papeles viejos, como hago siempre. Encuentro esos espejos detenidos en el tiempo que la gente llama fotos. Veo todo gris, tengo en la mano llaves rotas, son de mi cerradura a la eternidad. La tristeza me come la cabeza otra vez, me siento y lloro como un bebé. Soy un desastre en piel y huesos, me levanto y me veo en el espejo, me río de mí mismo, de mi estupidez a flor de piel. Me recuesto sobre mi costado hasta dejar de reír y me olvido de todo. De todo.


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Salgo a la calle y camino como ciego. No paro en las esquinas, no miro, no siento. Voy sintiendo la noción del tiempo sólo en las oscuridades que muestran las vueltas al sol. Hay un zumbido que aturde, un estrepitoso ruido interior que me va aniquilando. Me detengo en una plaza, quizás por un cansancio que parece venir de años. Me tiro en el pasto boca arriba. El sueño vence más tarde mi vigilia a media asta. Despierto. Trato de ubicarme en el espacio pero sólo lo logro preguntando a la gente. Mucho más tarde llego a casa. Escucho ruidos adentro, ruidos de sillas que se corren violentamente, portazos, alaridos. Mi hermana abre la puerta y se tira encima de mí. Llora y se ríe. No entiendo muy bien lo que trata de decir, sólo percibo que ha pasado mucho tiempo, que ella ha envejecido, que mis manos están ajadas, su pelo más gris, mi ropa más sucia. Le pregunto por papá y baja la cabeza. Entonces pude entender que él ya no estaba, que se había ido junto con la llegada de su foto a la cocina. Recordé mi mesita de luz, mi cartuchera verde, entré corriendo a buscarlas pero ya no estaban, tampoco mi cama. Luego quise preguntarle por mamá pero tuve miedo.
“¿Dónde estuviste estos seis años?” Me preguntó. La miré desconcertado y sin pronunciar palabra. En ese instante un niño se trepó a sus caderas y le dijo: “¿Quién es mami?”. Salí corriendo inmerso calle abajo en la más profunda desesperación hasta que mis pulmones se desarmaron y estallaron en miles de pedazos. Antes de morir, quizás menos de un segundo antes, la puerta de mi habitación se abrió de golpe. Era mi papá. Con los ojos desorbitados me preguntó: “¿Qué soñabas?”

3 comentarios:

Betsabé dijo...

Es lo bastante oscuro como para que pertenezcas al grupo que habita fuera del sentido comun. Se entiende que no son todas vivencias, pero se supone que lo que escribis si sale de vos.

Viajero Cósmico dijo...

Me hace pensar en esos ataques de pánico de los que hablamos alguna vez.
Cuando yo era chico pensaba mucho en la muerte, La Muerte. Especialmente la de mis viejos. Hoy ya no me hostiga tanto, o será que el paso de los años le restó dramatizmo a la certeza de que a todos nos llega.
Muy bueno el relato.

Viajero Cósmico dijo...

Ah, viajero cósmico soy yo, Mariano. Un abrazo