martes, 13 de noviembre de 2007

El viaje

Llevaba ya unas cuatro horas en ese tren. El campo se extendía a ambos lados hasta unirse nuevamente a mis espaldas. El cafetero (vestido completamente de blanco) había pasado unas cien veces ofreciendo lo suyo, y yo le había aceptado otras tantas. A mi lado viajaba una señora de unos cincuenta años, de pelo blanco, que desde que el tren salió de La Estación sólo se limitó a leer un libro de Alquimia o Química, no pude ver bien, (es más probable que haya sido un libro de Alquimia, ya que está probado científicamente que no hay mortal que resista leer un libro de Química por más de hora y media continua).
Mis piernas empezaban a manifestar un dolor casi constante, mi espalda estaba más o menos tranquila. Faltaban aún unas horas de viaje. El sol había empezado a irse hacía rato y sus rayos suaves le daban al verde del campo un tono que mis pupilas nunca antes habían experimentado. La calefacción de ese vagón al parecer no funcionaba, y el frío de esa tarde de agosto penetraba los vidrios hasta mojarlos por completo. Tomé mi saco del bolso que tenía debajo del asiento y traté de dormir. Ya estaba más abrigado y había logrado encontrar un espacio para estirar las piernas y estar más cómodo. Solo restaba darle un tiempo prudencial a mis párpados para que se rindieran ante la monotonía de aquel paisaje. Y como no es posible mirar al cielo o al campo sin pensar y reflexionar, las alas de mis ideas me llevaron lejos de ese tren, lejos de ese campo, lejos de ese viaje.
Y pensando, recordando, uno va asociando experiencias guardadas en esos “cajones” que la mente tiene. Cajones que creemos cerrados bajo llave, pero que en momentos de soledad los abrimos casi como un acto reflejo, y encontramos papeles viejísimos, papeles escritos por gente desconocida pero que a la fuerza nos han hecho guardar sin saber ellos tampoco para qué servían, encontramos también papeles muy nuestros y que a nadie mostraríamos, y papeles aún sin escribir.
Mis alas (prestadas por un rato), me llevaban donde el viento quería y muchas veces sentía la emoción de volar tan alto que nadie podría alcanzarme. Nadie. Mi cuerpo se hacía cada vez más liviano y sentía la libertad de poder tocar el cielo con las manos de mis pensamientos, poder conocer La Verdad.
Ya rendido por el inexorable sueño, y el simétrico ruido de las ruedas del tren, creo que me quedé dormido. La noche ya era ostensible, se veían luces a lo lejos, luces que puedo asegurar eran inalcanzables. La señora del libro preparaba su equipaje para bajar en el próximo pueblo, que quedaba una hora antes de mi destino final. Se escuchó el murmullo de unos niños que habían subido en la estación anterior y que viajaban solos. Hablaban de cómo lloraban sus madres al despedirlos. No se veía en esos rostros la cachetada del tiempo, pero sí la caricia del amor. No tenían más de siete años cada uno. Los dos niños finalmente se rindieron a la partida del tren y descansaron en esos asientos reservados para ellos.
El tren seguía su paso firme, demostrándose seguro de sí mismo y de su destino. Sin embargo, y esto me llamó la atención hasta el límite, la mayoría de la gente que viajaba no se mostraba tan segura del tren al cual habían subido.
En ese instante un relámpago nos encandiló a todos y la lluvia no se hizo esperar. No estaba seguro de estar despertando o si en realidad no había dormido en ningún momento. Bebí casi por completo y de un solo trago un vaso de café hirviendo que aún no entiendo cómo no me lastimó la lengua o la garganta. Un viento enfurecido sacudía el tren, que a pesar de todo no detenía su marcha. En una curva pronunciada y dada la velocidad de la máquina, derramé café sobre mi pantalón. Saqué de mi bolsillo un pañuelo celeste que mi abuela me había regalado junto con otros cinco iguales para mi cumpleaños veintiocho. Limpié mi pantalón como pude, pero la mancha era notable. Cuando ya guardaba el pañuelo, otro sacudón más fuerte me sorprendió, pero en el vaso ya no quedaba café, todo se había derramado. La oscuridad era casi total. Los niños empezaron a llorar. Dos señores, que mostraban cierto tipo de resignación se miraban entre sí buscando una respuesta en la mirada del otro. El tren desaceleró. Muy de a poco iba dejando esa rabia continua que sus ruedas de hierro habían demostrado, hasta quedar detenido. La señora de pelo se alejaba entre algunas personas que también finalizaban el trayecto. Pude distinguirla a través del vidrio alejándose del tren, mirando hacia los costados, como buscando a alguien que no llegaba, como desconociendo “su” Estación, mezclándose entre la oscuridad y los otros pasajeros y las nubes que el mismo tren despedía. No se porqué, pero supe que nunca más volvería a ver a esa gente.
Finalmente, mi tren llegó a destino. Cuando me preparaba para bajar noté que el libro que leía aquella señora aún estaba en su asiento. Lo tomé sin pensarlo y lo puse en mi bolso. Salí del tren. Estaba confundido, no recordaba absolutamente nada. No recordaba de donde venía, porqué había yo tomado ese tren, adónde iba o dónde estaba. Cuando me di vuelta el tren ya no estaba, ni la gente, ni La Estación, era la nada y yo. Quise llorar, pero era ya demasiado tarde. Creí comprender el llanto de esas madres, y de sus chicos más tarde. Busqué algo, alguien, entre esa oscuridad que iba aclareciendo frente a mi. Pero, ¿ no había anochecido hacía sólo unas horas? ¿Qué era entonces esa luz? Tuve miedo. No pude correr. En ese instante de indecisión, de intriga, de sensaciones nunca antes vividas, alguien me tocó, me acarició el hombro como con una caricia de madre. Y con una voz paciente, tranquila, como de alguien que me había esperado toda la vida me dijo: -“Bienvenido, no tienes más que ver la tapa de ese libro para saber de donde vienes, sólo con observar tus vestimenta límpida y ya sin manchas al igual que tu alma entenderás donde estás , y por último, no tienes más que ver tu bolso ya casi vacío para saber a donde irás”.
Mi cuerpo estaba petrificado, una fuerza sobrehumana hizo que mi brazo derecho abriera el bolso de un solo movimiento. Dentro del mismo ya no estaban mis ropas, ni nada, sólo el libro. Y la tapa decía: “Química”. Fue cuando comprendí de qué se trataba todo y qué hacía yo allí.
-“Vamos, hijo, tu viaje recién comienza.” Me dijo el hombre aquel.
Y ya cansado de ese largo viaje, me perdí entre la oscuridad ajena y mi propia luz. Luz que nunca antes mis pupilas habían experimentado.

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