martes, 13 de noviembre de 2007

En punto

A mi derecha el baño de caballeros, con su entrada simbolizada. A mi izquierda la puerta principal marrón. Frente a mí lo demás, no mucho. Fumo. Espero. Bebo. Las once y media. Me saco la campera y pido otro café. ¿Vendrá? Ella es alta y bella, muy bella.
“Hoy día nadie llega a horario”, pensé. Si llego diez minutos antes muestro el alma al desnudo, ansias por verla. Si llego diez minutos más tarde es que ella no me importa demasiado. Por eso es mejor llegar en punto. Pero acá surge algo extraño: ¿Serán mis once y media las mismas que para ella? Esta idea me angustió por un rato, sabía de un modo casi conciente que la respuesta era muy dura. Trago café y miro el reloj, ya es tarde. ¿Habrá entendido once y media, o doce y media? ¿Y si me voy y viene doce y media?
No sería demasiado esperarla una hora más, igualmente sabía que cualquiera fuera el horario yo iba a llegar antes. Y al llegar trataría de disimular mi “error” diciendo cosas como “Hace frío afuera” o “Cómo tarda el mozo en atender”. Entonces le pedí al de bordó que sacara las dos tazas urgentemente. Me miró con cara de pocos amigos, casi con ganas de tirarme la cuenta en la cara. Y esperé.
Las doce. Está bien, entendió doce y media. ¡Es que ponen tan alta la música en esos lugares! El espejo de enfrente iba mostrando cierta transformación en mi cara, y en los demás, que me parece ya no eran los mismos de cuando me senté hacía un rato largo. Pero el presente de ella no lo notaría, a las doce y media llegaría a través de la gente como una reina, Mi reina. Entrará en mi pequeño mundo de cosas nuevas y aterciopeladas. Nada sabrá de mi espera, jamás le diría nada. Tuve ganas de algo un poco más fuerte, pero no hubiera quedado bien si al llegar ella yo mezclaba mi ron con su suave perfume. Una canción me daba vueltas en la cabeza, decía algo como “...When you’re feeling down and your resistance is low, light another cigarette ´n let yourself go…” Las doce y media. En cualquier momento llega, es que los trenes andan cada vez peor, (no se adonde vamos a ir a parar...) El mozo me cambia el cenicero y me mira, como esperando una respuesta. Mi cara lo echó a las patadas limpias. Si me paro para ir al baño sería una jugada peligrosa, si bien está cerca traería dos complicaciones. Por un lado el mozo sospecharía que me estoy retirando y como acto reflejo me traería el papel con el total de siete con cuarenta. Por otro lado, y lo que es peor, podría llegar ella y no verme, irse, y no volver a fijarse en mí nunca más. Casi tiemblo al pensar en esto. “Nadie se murió por no ir al baño una vez.” El mozo me pasa por al lado y llega a la entrada, a mi izquierda. Se queda hablando con un fulano, sosteniendo la puerta con el pié. Entraba una brisa que me congelaba. Y él, con su pelo aceitoso y la yugular hinchada, me miraba de reojo, como diciendo “Nunca vendrá, es demasiado para usted. Reconozca que es un perdedor, pidiendo la cuenta y marchándose por esta puerta, su puerta, su única puerta.” Pero un cualquiera no iba a torcer mi corazón así nomás. Mucho menos alguien a quien no conocía, alguien que me odiaba transitoriamente. Al otro día despertaría pensando en otra cosa, en alguna boleta por vencer o algo así. Sólo lo irritaba el hecho de mi larga estadía, hecho que lo perjudicaba notablemente si tenemos en cuenta que mi mesa era para cuatro. Es verdad, entraba mucho frío y lo del baño ya se transformaba en algo imperativo. Pero no hubiera servido de mucho si me arrimaba a este personaje y le decía “Si ve entrar una señorita alta, rubia, de mirada seductora y cree que busca a alguien, por favor dígale que estoy en el escusado”.
Uno puede confundir las once y media con las doce y media, pero con la una y media creo que no. Quise ir al baño, no me animé. El tema se estaba poniendo difícil. Lo soporté, no iba a dejar pasar el amor de mi vida por un simple capricho fisiológico.
“¡¡¡Mozo!!! ¡¡¡Un cortado!!!”
La una. Trajo el café con poca leche y mucha bronca. La gente se renovaba, yo seguía ahí. No quería mirar el baño, que empezaba a torturarme. Me impuse la heroica tarea de no mirar a los que entraban, mucho menos cuando salían con esa cara de “Ahora sí”. Y bueno, ya que estoy acá espero un poco más. A veces para algunas cosas es tarde y para otras es demasiado temprano. ¿Adónde podría ya ir? Pensaba mientras me cruzaba de piernas y contaba las lamparitas quemadas de la araña por vigésima vez.
La una y cuarto pasaditas, “...creo que no va a venir”. Me aferré a la esperanza de los que se saben sin remedio. Le iba a pedir la cuenta, pero tenía algo de fe que me quedaba en el bolsillo. Entonces me tomé un ron. Si a ella le perturbaba mi olor no hubiera sido digno de su parte hacérmelo saber. Justo en el momento del último sorbo alguien distrajo a mis ángeles con algo más importante porque fue exactamente allí cuando sentí húmedo el costado izquierdo del pantalón, humedad que fue transformándose en mojadura completa y caliente. Durante ese fluir de cafés y otros líquidos no pude más que quedarme absolutamente quieto, hasta la última gota de amor y esperanza que corrió desde mi ser más profundo hasta el piso de algarrobo pulido. Tuve el consuelo de que era muy difícil que alguien notara mi vergonzoso evento, hecho trabajoso teniendo en cuenta lo tenue de la luz de aquel bar. Pero hubo alguien que lo notó. El mozo. Quizás no me vio, pero sí pisó. Es lo mismo. Y apadrinado por un grupo de iguales empezó a hacerlo saber por todos lados, hasta que la risa de cuanta alma se encontraba en el bar se fundió en una sola. Me paré, y desde el fondo de mi vergüenza les grité “¡¡¡Grandísimos hijos de puta!!!” Hecho contraproducente si tenemos en cuenta que el efecto casi inmediato fue el de avivar el fuego de sus risotadas y comentarios. Y allí parado, mientras secaba mi pierna con servilletas de papel “valet” y el mozo se jactaba de su crimen perfecto, pude sentir una mano fría en el hombro. Y escucho, percibo y siento una voz, la inconfundible voz, que me dice “Perdón por la demora”.

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