sábado, 3 de noviembre de 2007

Perder y ganar

Hubo un día en el que perder fue ganar. La paradoja que les cuento se dio internamente como una complementariedad de sus dos caras. Ganar era lo que buscaba, perder fue lo que ocurrió. Sin embargo, al fin de cuentas, lo que perdí de ganar fue lo que hubiera resultado perder verdaderamente. Para ser honesto, la posibilidad de la derrota no la había considerado en un principio, porque ganando o perdiendo, de alguna forma algo ganaba. Entonces me conformé con probarme que podía ganar.
Pero perdí. Y gané.
No es contradictorio si pensamos que lo que yo creía que hubiera sido ganar era realmente perder redondamente. Por eso creo que haber perdido significó ganar en algún sentido.
Ganar es una forma de entender la vida, de pararse frente al mundo. Perder es la decepción ante el fracaso de situaciones probatorias en el sentido de la competencia social. Precisamente es esta puesta a prueba en relación a los demás lo que nos hace perder, pero perder verdaderamente. Y acá la pérdida es doble: por un lado perdemos para los demás (primera condena hacia el perdedor); y por otro lado perdemos para nosotros mismos.
La competencia actual es constante, es una batalla que no descansa, no permite rendición sin considerarla en sí misma un verdadero acto de “antisociabilidad”. Porque vivir en sociedad hoy es competir en sociedad, vivimos probándonos, perdiendo y ganando. Y aquí y ahora podría introducir otro factor inalienable y fundamental dentro de la competencia actual: el dinero. El dinero ha sido endiosado de tal forma que hasta sangre cuesta, es el fetiche por excelencia. La batalla social gira en torno al papel legal, como si nos sumara minutos de vida, de verdadera vida. No me interesa describir la exagerada y estúpida importancia del papel moneda en lo más mínimo, doy por supuesto que quien lee estas líneas sabe lo que el dinero significa hoy día. Quien se rinde, quien abandona la competencia por el papel legal para dedicarse al verdadero arte, a pensar, a sentir la vida verdadera de la única forma posible, es considerado un ser humano que eligió el camino de la derrota y por ende el de la condena como si fuera ésta un sistema de autoflagelación asistida. Ser “antisocial”, ser perdedor para los demás, pararse fuera del tablero tiene su precio, su guillotina en estado de alerta. Almas listas para propinarnos el peor de los castigos hay a montones, hasta nuestros seres más amados, y quienes jamás nos harían un daño conciente son capaces de cortarnos el cuello de nuestra esperanza simplemente por mear fuera del tarro capitalista, inhumano, animal, salvaje.
Este sistema ha invertido los valores y sentidos y los ha llevado a un punto en donde el regreso a viejas tradiciones, a antiguas formas de interpretar la realidad, de simbolizar el mundo objetivo, es casi utópico. Las transformaciones lentas y no tan lentas, impuestas y luego internalizadas por todos que se han dado a lo largo de la historia humana nos han arrastrado hasta nuestro propio estiércol. Ya no se tratará, lamentablemente, de revoluciones que busquen un cambio sólo en el modo de producción, o de quién detenta el poder. Ganar y resignificar la vida misma hoy en día sería factible sólo a partir de la destrucción total de la vida misma. Extraña paradoja, si se quiere. Un verdadero punto de partida sólo sería posible pensarlo desde la destrucción física del planeta con todos los preceptos lamentables que él conlleva. ¿Deberíamos esperar que Dios reparta las cartas de nuevo, con nuevas reglas de juego, sin manzanas del pecado, sin luchas por el poder, sin religiones, sin el deseo natural del sexo, sin armas, ni factores psicológicos que simpaticen con la tentación? No, no creo que eso sea suficiente. Dios no lo había pensado así. Y sin embargo acá estamos, de esta forma. Perdón: ¿Dios sabía lo que vendría? ¿Y si lo sabía, por qué nos creó, para qué?

Como les decía, perder fue ganar. Esa tarde, cuando ya exhausto de idas y venidas, de filas y colas interminables, me dijeron que mi perfil “no era el requerido por la empresa”, entendí que había ganado. Hoy, gracias a mi perfil poco solicitado soy completamente libre, sin cadenas hechas con corbatas de acero ni barrotes oficinísticos, sin sueldo, salario ni remuneración. La selva gris siempre guarda restos para mí, he aprendido a apreciar el arte, el amor, la dicha de sentirme diferente. Aprendí a entender la Muerte como un pasaje Divino y del cual nadie debe escapar o temer. Mi barba blanca, mis pies sucios, mis manos ajadas, mi mirada firme me acompañan y me dan fe.
Ese día gané. Ese día fue el día más importante de mi vida. No fue patear el tablero, fue mucho más que eso, fue quemarlo y construir uno nuevo, pensado por y para mí. El costo fue muy alto, lo sé, pero nada importante se logra sin pagar cierto precio. El destino no está escrito, y si lo está uno tiene la posibilidad, quizás la obligación, de transformarlo desde una resignificación puramente propia.
Hoy paso mis días de vagabundo riéndome de la gente y sus sueños hechos con el cartón más barato.
Usted, lector accidental de mi camino, ¿de qué juega en su tablero social? ¿De peón o de Rey?

No hay comentarios: