sábado, 22 de septiembre de 2007

María del Carmen

María del Carmen es una mujer callada, de palabras elegidas y contadas. Suele pasar horas, tal vez días pensando en alguna idea que se le anida en el pelo negro, llegando a perturbar reciamente su lucidez. Se siente la sombra de una mujer vivaz, movediza, seductora y valiente. Como si en sus actos repitiera en cuestión de horas la vida de quien desea ser, anda con sus piernas flacas. Su estatura intimida, sus cejas fruncidas y tupidas acompañan una mirada que guarda todo el terror potencial de sus pensamientos. María del Carmen sufre. Siente sus avispas entre la ropa antigua que usa día a día, se las traga por un rato y después las vomita vivas al corazón. Pobre corazón de esta mujer, tan grande y vacío, roto por un pasado mal escrito, borroso. Deambulando se desliza por sus rincones, usando los pies largos y frágiles que heredó de su padre. Con sueños quebrados, interrumpidos, borrosos, anda esta mujer que la han bautizado María del Carmen. Diez dedos infinitos y huesudos le cuelgan de las manos, casi armonizando con la estructura de su cuerpo. Por poco y suenan entre sí, como dándole simetría al ruido de sus tacos de madera. Cuando despierta se queda atascada en sus pensamientos incongruentes y paradójicos, y sabe colgar las pupilas del techo manchado, sucio, corroído por su aliento. Antes de dormir prepara el despertador antiguo para que la despierte a las seis, sin embargo ya hace años que lo apaga y sigue un poco más. Mucho tiempo después de abandonar el sueño gira la cabeza pesada a uno de los costados, donde tira el ancla por horas. Nadando en la corriente leve de sus pensamientos pesados se hunde y vuelve a flote, buscando con toda su poca fuerza el destino incierto. Se viste. Piensa cada movimiento como esperando que un error la salve de sus irrisorios aciertos premeditados, como si una luz repentina fuera a darle un poco de brillo a tanta oscuridad inexorable. Nunca se maquilla, no porque no le guste cómo fuera a verse su rostro, sino simplemente porque no quiere cargarle más peso a su cabeza de acero macizo. Prefiere su palidez de susto y malestar continuo. El miedo al miedo la hace dubitativa y pensante.
Ayer cumplió treinta y dos años, ayer catorce de noviembre. La visitaron, como siempre, los dos hermanos de su padre, Joaquín y Enrique, ambos solteros. A la tarde también la acompañaron su tío Alejandro, hermano de su madre, con su mujer María Cristina, y sus hijas, Mónica y Cristina. María del Carmen recuerda con tristeza y agradecimiento la crianza a los tumbos que Alejandro y su mujer le han dado. Luego de la muerte de los padres de María del Carmen ellos la tuvieron como primera hija, pues la niña tenía tan sólo cuatro años cuando todo pasó. Ahora es una mujer. Ayer pasó el día repartiéndolo entre lágrimas y sonrisas de compromiso. Porque si hay algo en esta mujer que es irreprochable es su cortesía, muchas veces desmedida hasta la incomodidad. No por ser su cumpleaños dejó de dormir hasta la hora de siempre, tampoco se sentía especial, ya que sabía que su día no le traería ninguna señal de que su vida fuera a cambiar.
María del Carmen presiente que no va a cambiar nunca, se siente en una botella en el medio del mar, sin mensaje, sin aire, sola, a la deriva, desgastada por su eterno bamboleo. Sin embargo hay noches que la encuentran más despierta, más viva. Si el cielo está estrellado sale a caminar por el jardín con una tenue sonrisa interior. Sus árboles viejos, su mesa de cerámica, su perro labrador, el farol, la luna clara, le causan un placer que la salvan por un rato, como si todo ese escenario le hiciera vivir una obra de teatro escrita para ella. Esa atmósfera le da cierta paz. Le da cierto placer saborear su propia pequeñez, su soledad crónica dentro de un universo que la abraza hasta matarla, un universo grande como el hueco en su pecho. Pero sigue viva y esperando. María del Carmen sueña despierta en su contexto de cartón y se sumerge en sus esperanzas de cambio. Cuando la brisa la acaricia siente que se estremece, pues le da fe y la diferencia de la nada absoluta, espacio en el cual se ha sentido encajonada y vegetando. Después, como cuando los árboles buscan la luz hasta inclinarse, regatea y manotea una idea que le permita seguir viviendo, una frase, una imagen, un símbolo, un recuerdo, aunque sepa que seguirá respirando su propio aire viciado de pavor y locura latente. La mujer se miente sabiendo lo que hace, pues ella misma empalaga con sal su herida de muerte. Pero, contradicción mediante, es esa salazón la que le presta tiempo para huir hacia adentro. Es su propio dolor lo que recorre su cuerpo, saliendo ya sucio, negro, desde su corazón y manchando cada rincón de su ser. Y se suicida en vida con el cuchillo filoso de su mente. Y llora. Y sus ojos, eternamente rojos, heridos por los puñales indiferentes y profundos de su camino, incurables, ya no ven más allá de su burbuja de encierro y porvenir postergado.
No recuerda siquiera una noche en la que no haya soñado. A veces, cuando el sueño la perturba, anota lo que recuerda en un borrador que guarda bajo llave. Su último sueño fue descripto entre temblores y respiración cortada. Decía algo así:


“...El animal me maniató la cintura a un árbol, no era un perro o una hiena, pero se le parecía. Su forma no era algo definido, cambiaba su estado de un momento a otro. Tenía por momentos manos de ser humano y orejas enormes, como de elefante. Después parecía un mono con ojos achinados. Me lamía el cuello, dejándome toda la baba pegajosa, hasta secarse y formar una lámina transparente que se mezclaba con mi sudor. Mi cuerpo lo disfrutaba, pero a la vez sentía pánico por lo que podría venir. Después el monstruo me golpeaba la cara con un látigo, deformándome, destrozándome y chupándome la sangre con su lengua de arena. Otros animales, que sí pude reconocer, perros, gatos, arañas, gusanos, se acercaban a mí atraídos por el olor a mi sangre que se volvía cada vez más fuerte. Mientras orinaba, ellos lamían todo a su alcance. Todo de mí. Y yo lo podía gozar sin culpa, sin remordimiento alguno. Luego de acabar conmigo, cada animal se transformaba en algo distinto, en una flor, en un pájaro celeste, en un corazón... Luego desperté, mi ropa de cama estaba mojada...”


Este tipo de sueños, que tanto la angustian, son una constante en su vida de incansables tormentos. ¡Cuántas veces ha soñado con no despertar jamás! ¡Cuánto más hubiera preferido morir a despertar y seguir en su jaula personal! Pero como si fuera muda, ciega, sorda, la mujer solo respira. Ya no recuerda la última vez que rió de verdad. Se siente avejentada, doblada. Las líneas de su cara forman grietas en bajada, como guardando paso a algún posible deshielo desde su corazón congelado. Solitaria, vencida, sin fuerzas, no encuentra sentido a ser. No encuentra salida, no la busca tampoco. ¿Qué mal pudo haberle robado la vida? ¿Qué pócima diabólica le han inyectado? Hay días en los que pretende buscar, se miente, se vuelve a crear escenarios ficticios que le dan respuestas difusas. Pero, ¿Respuestas a qué? ¿Qué se pregunta?
Hace unos meses atrás María del Carmen revolvía unos cajones buscando una fotografía. En ella, según recordaba, se encontraban su padre y su madre. La imagen había sido tomada desde una terraza, o un árbol, no sabía bien. Pero tenía muy claro que la perspectiva hacia ellos era desde un lugar alto, quizás una escalera exterior. Su madre, tan joven como siempre, llevaba el vestido blanco con rayas rojas y negras con el cuál fatalmente murió. Su padre, como siempre, lucía su overol gastado y sucio. María del Carmen literalmente dio vuelta la casa en busca de esa fotografía. Y no la pudo hallar. Sin embargo, en medio de su afán encontró algo que la conmovió. Era una carta que su padre le había escrito a su madre hacía unos treinta y cinco años atrás. En ella, su padre le confesaba a su prometida el deseo de “casarse y vivir juntos hasta la muerte”. María del Carmen la leyó hasta el último punto, donde finalmente se quebró y gritó hacia adentro. Con su lenguaje interior de represiones y barreras de vidrio blindado, gritó como siempre lo ha hecho. Sin derramar una sola lágrima, postergó la tristeza por un rato y se quedó dormida. Al despertar, su angustia no había cesado, y su rabia por aquella fatalidad seguía aún presente. “-Tantas cosas quisiera preguntarte, papá...”, pensó. Y abrazó esa carta como si sintiera a su padre muy cerca, con su olor, con su piel dura. Con tanto amor se clavó ese recuerdo en el pecho, con tanta furia que podía sentirse tan muerta como él. ¿Y su madre? También sentía su ausencia, también la sufría. Pero con él era distinto, su padre era a quien realmente echaba de menos. Y se confundía, no sabiendo si podía querer tener consigo a alguien a quien casi no conoció, o si en realidad su alma buscaba otra cosa de ese hombre tan difuso en sus pensamientos, en su corazón. Y comprendió que su dolor venía consigo desde su nacimiento, que más allá de las presencias que tanto añora hay algo en ella que la obliga a digerir el gusto a oscuridad y encierro de su propia vida sin poder desatarse. ¿Suicidarse? ¿Y luego qué? ¿Y si el milagro se produjera? ¿Y si su vida cambiara? ¿Cómo no habría de estar allí para vivirlo? Su conciencia no se lo permitiría. Y se obliga entonces a pensar en esto, se encierra en su idea de continuidad bajo siete llaves. María del Carmen deduce que esta cuestión alimenta su congoja sobremanera, y se le niega a la muerte con toda su fuerza de ser vivo, como cuando el animal se defiende del depredador que busca alimentarse de su carne. Teme que esto sea insuficiente, que en un día de flaqueza la muerte la encuentre y se la lleve. Ahora está pensando en alguna frase que le ayude a dejar esa carta que ha encontrado, quizás una idea, un signo. Y la deja. Y se repone, parándose y saliendo a buscar su perro con ojos de vidrio. Días más tarde resucita de ese momento, sólo para volver a su cruz. Esa cruz que se le pega al cuero cada día un poco más. Y sabe, razona, que no es tan solo la cruz de sus padres, que ellos son solo una astilla más en su cruz pesada. Tiene el sentimiento firme que es su propia vida encarnada en un símbolo, cosa que la esclaviza sin piedad alguna. La pobre tiene el cerebro gastado, ya no puede pensar, a veces se rinde de a poco. Y otras no tanto. Pero siempre termina dormida, como dándose descanso a su batalla permanente. Vuelve a soñar. La violan sus figuras extrañas, la ultrajan, la ofenden miles de hombres sin rostro. Y despierta mojada una vez más. No se siente libre o aliviada por saber que fue solo un sueño, entre humedad y olor rancio se queda colgada del techo, luego mira al costado. Y nada más. Siente las paredes encimársele cada minuto un poco más, y debe concentrarse hasta el dolor para convencerse de que no es así, de que es simple y lentamente ella la que se hincha como si fuera a estallar en algún momento para desparramar su totalidad tan infinitamente pequeña. ¿No es que sus tormentos son ella misma? ¿No es ella la encarnación del sufrimiento? Por momentos se hace imposible no definirla sin confundirla con el peor de los castigos. Ella no vive un infierno, ella es el infierno. Ella no tiene pena, ella es la pena misma. Quizás sean los únicos sentimientos claros que ella tenga de sí misma, más que nada porque no sabe definir la lástima, el encono o la impotencia en la que navega. Hay instantes paradójicamente extensos en los que sufre como si una trasmigración de millones de almas de cuerpos ajenos en sucesivas reencarnaciones le hubiera caído solo a ella.
Vuelve a soñar, mojando la almohada con lágrimas calientes, apretando los puños hinchados, retorciendo los pies fríos, con los ojos tremendamente rojos, sintiendo el corazón en cada parte de su cuerpo. Su pesadilla total le dice que ella misma es su corazón, que cada minuto es un latido lento con sonido ruidoso y lejano, que se va apagando como su vida. Entre su inverosímil contradicción y el pequeño espacio que la oscuridad le han dejado de conciencia viva, sale de la cama, se arrastra hasta el cajón con pastillas. No está despierta, tampoco completamente dormida. Hay algo en ella que la lleva hasta ahí. Siente que hay alguien que busca a su lado, ayudándola. Trata de reconocer a ese semejante con el tacto, con el ruido de su respiración, con el olor. Pero ya vencida, se rinde a saber quién es, pues tiene la terrible esperanza de despertar y encontrarse completamente sola en su habitación de pánico y tristeza para volver a soñar. Sus manos temblorosas siguen buscando, orientadas por la brújula del instinto. Encuentra el frasco a la vez que una mano extraña la toma de la cintura. No se resiste, no termina de despertar. Se siente en el aire, flotando, como si una fuerza sobrehumana la hiciera levitar, quitándole todo el peso del cuerpo. ¿Está soñando? Pasados unos segundos cae al suelo y se arrodilla ante su cama, apoya la cabeza con los ojos abiertos y la conciencia nuevamente cerrada. Abre el frasco con los dientes, siente el aliento ajeno en su nuca. Desesperadamente entierra en su boca un puñado de esas pastillas grises. Tantea buscando las que cayeron al suelo, tragando y sacudiendo la cabeza para atrás. El frasco vacío rueda por el piso, lentamente, casi sin ruido. María del Carmen entonces despierta del todo y comprende lo que acaba de hacer. Se entrega sin resistencia. Sola en su cuarto se enreda con su propio cuerpo. Se retuerce de un dolor indescriptible. Balbucea palabras a medias, hasta que la escena alcanza un silencio sepulcral. Su cuerpo, tendido en el suelo, encuentra la quietud y la calma. Su perro larga un alarido final, estirando el cuello y cerrando los ojos. La casa queda muda, el cielo negro sigue rodando, el farol sigue iluminando. Su último respiro, visible, le pone fin a una historia no contada jamás.
Todo terminó, los sueños, las torturas, los latigazos, ya no son siquiera un recuerdo. María del Carmen no está allí para sufrirlo. Ella se ha ido con el peso de su alma cargada a otra parte. No sabe exactamente cuándo o cómo, pero sus días han terminado para siempre. El cuerpo relajado yace entre la doble oscuridad de las paredes y la muerte. La luz al final del túnel es inalcanzable. La voz de sus padres guarda un alivio pasajero que busca rescatarla de su vieja vida para que ella misma pueda parirse y darse a luz entre tanta oscuridad. Pero la mujer ya no tiene fuerzas, es piel y huesos inertes, y el túnel y la luz no le parecen propios. Ya muerta se deja morir otra vez, dejando que las esquirlas del proceso la desintegren. Y desaparece del túnel, la luz se apaga junto a las voces queridas, el cielo deja de rodar, transformándose ella en polvo. Una brisa tan similar a aquella que la estremecía y le daba fe, ahora la mezcla con la nada absoluta, haciéndola invisible, separando cada partícula de su ser en el aire limpio y puro. Ya no puede sentirse, ya no puede soñar, ya no piensa ni se agita. Ya no sufrirá nunca más.

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